El futuro del pasado. La enseñanza de la historia de la educación, entre viejos problemas y nuevos desafíos

Nicolás Arata*

Universidad de Buenos Aires, Universidad Pedagógica Nacional, Argentina.

aratanicolas77@gmail.com

https://orcid.org/0000-0003-3426-0815

 

En el momento en que escribo, sobre la tarea común se ciernen muchas amenazas.

Marc Bloch

Apología para la Historia o el oficio del historiador

 

Resumen

En este ensayo, reflexiono sobre el estado de la enseñanza de la historia de la educación y las dificultades que atraviesa. Parto de un interrogante que tiene, a esta altura, un carácter atávico entre quienes enseñan disciplinas históricas: ¿Para qué sirve la historia de la educación? En mi respuesta, afirmo que no alcanza con argumentar que toda práctica educativa es una práctica histórica para dar cuenta de la importancia de una materia como la nuestra. Resulta imprescindible renovar los argumentos sobre el lugar que debe tener la formación en historia de la educación, tanto para el desarrollo de facultades humanas esenciales como para emplear sus métodos y enfoques en el análisis de la escena educativa contemporánea. A partir de ello, sistematizo una serie de valoraciones que, sobre el punto, compartieron representantes de sociedades nacionales de historia de la educación en el 46° Congreso de la ISCHE en Lille (Francia), distinguiendo cuatro tendencias en común. Finalmente, esbozo las bases de un modelo para ponderar la fortaleza del campo de la historia de la educación.

Palabras clave

Enseñanza, historia de la educación, ISCHE, CIHELA, modelos.

The Future of the Past. Teaching the History of Education, between Old Problems and New Challenges

Abstract

In this essay, I reflect on the state of education history teaching and the difficulties it faces. I start with a question that, at this point, has become atavistic among those who teach historical subjects: What is the purpose of education history? In my answer, I argue that it is not enough to say that all educational practice is historical practice to explain the importance of a subject like ours. It is essential to renew the arguments about the place that education history training should occupy, both for the development of essential human faculties and for employing its methods and approaches in the analysis of the contemporary educational landscape. Based on this, I systematize a series of assessments on the subject that were shared by representatives of national societies of history of education at the 46th ISCHE Congress in Lille (France), distinguishing four common trends. Finally, I outline the foundations of a model for weighing the strength of the field of history of education.

Keywords

Teaching, history of education, ISCHE, CIHELA, models.

O futuro do passado. O ensino da história da educação, entre velhos problemas e novos desafios

 

Resumo

Neste ensaio, reflito sobre o estado do ensino da história da educação e as dificuldades que enfrenta. Parto de uma questão que, nesta altura, tem um caráter atávico entre aqueles que ensinam disciplinas históricas: para que serve a história da educação? Na minha resposta, afirmo que não basta argumentar que toda prática educacional é uma prática histórica para explicar a importância de uma disciplina como a nossa. É essencial renovar os argumentos sobre o lugar que a formação em história da educação deve ocupar, tanto para o desenvolvimento de faculdades humanas essenciais quanto para empregar seus métodos e abordagens na análise do cenário educacional contemporâneo. A partir disso, sistematizo uma série de avaliações que, sobre o assunto, foram compartilhadas por representantes de sociedades nacionais de história da educação no 46º Congresso da ISCHE em Lille (França), distinguindo quatro tendências em comum. Finalmente, esboço as bases de um modelo para ponderar a força do campo da história da educação.

Palavras-chave

Ensino, história da educação, ISCHE, CIHELA, modelos.

 

La historia de la educación, el gato hidráulico y la lección de Merton

Un chiste de amplia circulación dice así: un hombre pincha la rueda del auto en plena ruta. Para peor, no lleva consigo un gato hidráulico. A lo lejos, en el medio de la nada, divisa una casa. Decide dirigirse hacia ella y, mientras apresura el paso porque cae la noche, lo invade un pensamiento: “Seguro que el tipo no me lo quiere prestar... Va a decir que no confía en extraños... Capaz que ni me abre la puerta...”. Así, mientras camina hacia la única luz de esperanza en kilómetros a la redonda, se va enojando cada vez más. Cuando finalmente llega, golpea la puerta y, apenas le abren, grita: “¡¿Sabés qué?! ¡Quedate con tu gato, miserable!”.

Robert Merton se tomó la broma en serio. El profesor de Columbia abordó el tema en clave científica, otorgándole al asunto el rango de teorema. Merton trae a cuenta lo sucedido durante 1932 con el Last Nacional Bank, una institución que, a pesar de atravesar un momento de solvencia financiera, fue presa de una profecía autocumplida. Alguien, probablemente con la intención de producir daño, hizo correr el rumor de que el banco era insolvente y que, al final del día, se quedaría con los ahorros de sus clientes. Lo sabemos: los rumores circulan como fragmentos de un discurso desarmado y precario, pero muy eficiente. Al oírlos, los ahorristas corrieron a salvar sus depósitos. La avalancha de retiros produjo, como era de esperarse, la insolvencia temida. De aquella lección, Merton dedujo una parábola:

Las definiciones públicas de una situación (profecías o predicciones) llegan a ser parte integrante de la situación y, en consecuencia, afectan a los acontecimientos posteriores. Esto es peculiar a los negocios humanos. Las predicciones del regreso del cometa Halley no influyen en su órbita. Pero el rumor de insolvencia del banco (…) afectó al resultado real. La profecía de la quiebra llevó a su cumplimiento. (Merton, 1995, pp. 506-507)

Volvamos a la broma del gato hidráulico. La creencia (en este caso, autoinfligida) derivó en la adopción de una conducta que convirtió en real un concepto originariamente falso: que entre extraños no existe posibilidad de prestarse auxilio. Aunque el asunto no se agota allí. Tras cumplirse la profecía, no pocas personas leen en clave retroactiva lo acontecido, quienes, por lo general, legitiman su carácter “inevitable”. En síntesis: que desde un principio era cierto que un desconocido jamás prestaría un gato, del mismo modo que era inevitable que los ahorros quedaran atrapados en las arcas de un banco en quiebra.

La introducción busca situarnos frente a un asunto que envuelve no pocas reflexiones (y algunos estados de ánimo) entre quienes integramos el campo de estudios en historia de la educación. En efecto, nuestro campo se percibe bajo el signo de una crisis. Esta valoración, como veremos, no solo no es nueva, sino que está presente desde hace un buen tiempo.

Si se toma como referencia las reflexiones de Richard Aldrich (1993) sobre el caso del Reino Unido, la crisis del campo es un asunto que tiene, al menos, medio siglo de existencia. Aldrich, que presidió la Conferencia Internacional Permanente de Historia de la Educación (ISCHE, por sus siglas en inglés) entre 1994 y 1997, sostenía que el declive de la historia de la educación en su país, Inglaterra, podía datarse entre las décadas del setenta y ochenta, durante el gobierno de Margaret Thatcher. En un punto, la correspondencia hace sentido: si la sociedad no existe —como sostenía Thatcher, figura estelar del conservadurismo inglés—, ¿por qué habría de importar contar su historia? Aldrich identificó, entre otros aspectos, cómo aquel momento político hacía correlato con una notable reducción de la disciplina en los programas de formación del profesorado, con la valoración negativa del papel que cumple la historia entre los estudiantes, y con el auge de discursos tecnocráticos que rechazaban aquellos conocimientos que no tuviesen efectos prácticos demostrables.

Llegados a este punto, podemos preguntarnos: ¿Qué tienen en común un hombre que pinchó un neumático en medio de la ruta, un ahorrista de un banco cuya solvencia es cuestionada y la comunidad de historiadores de la educación? Nos respondemos: que todos ellos pueden ser víctimas de profecías autocumplidas. En lo que a nuestra comunidad respecta, no creo tanto que nos aferremos a una definición falsa, aunque sí se percibe, en algunos análisis, la impresión de que lo profesado tiene un carácter irrevocable.

Frente a ello se abren numerosas preguntas: ¿Es la crisis de un campo de conocimiento, necesariamente, un proceso irreversible? ¿Afecta a todos por igual, más allá de contextos nacionales, tradiciones locales y condiciones institucionales? La mentada crisis ¿repercute por igual en los ámbitos de un campo de conocimiento o tiene especial incidencia en algunas de sus dimensiones (por ejemplo, en el plano de su enseñanza)? ¿Transitamos la misma crisis a la que hacía referencia Aldrich o se trata de una crisis nueva, de raíces y alcances distintos? Y si fuera así, ¿dónde radica la novedad?

Precisamente, porque la profecía tiene estructura de destino es que estas preguntas deben acompañarse de otras que habiliten líneas de acción frente a la crisis: ¿Qué enfoques son más potentes para pensar la situación presente del campo y, particularmente, de lo que atañe a su enseñanza? ¿Cuáles ofrecen desarrollos alternativos prospectivos? ¿Con qué herramientas contamos para activar formas de “resistencia-creación” (Benasayag y Cany, 2024) que permitan hilar las contingencias y pensar horizontes más venturosos para nuestra disciplina?

En las siguientes páginas, ensayo una aproximación al estado de la enseñanza de la historia de la educación y las dificultades que atraviesa. Parto de un interrogante que tiene, a estas alturas, un carácter atávico: ¿Para qué sirve la historia de la educación? Luego, sistematizo una serie de valoraciones que, sobre el punto, efectuó un conjunto de historiadores e historiadoras de la educación en el marco de una mesa redonda realizada durante el 46° congreso de la ISCHE. Finalmente, esbozo una suerte de modelo para poder establecer el grado de fortaleza del campo de la historia de la educación, ejemplificando con algunas líneas de acción que podrían adoptarse.

 

Antes que nada, ¿por qué insistimos en enseñar historia de la educación?

Referirse a los dilemas que atraviesa la enseñanza de la historia de la educación puede resultar algo redundante, pero no por ello menos atendible. No hay encuentro académico donde la comunidad de historiadores e historiadoras de la educación no comenten los problemas y amenazas que se ciernen sobre la enseñanza de la disciplina. Algunas más veladas, otras explícitas; algunas inscriptas en asuntos de largo aliento, otras que no tienen más historia que la de su novedad.

   En una sesión de sociedades nacionales de la ISCHE en Budapest, durante 2023, numerosas voces manifestaron su preocupación ante la constante pérdida del lugar de la historia de la educación en la formación universitaria, del profesorado y del magisterio. La preocupación, evidenciada en cómo la historia fue desapareciendo de los currículums de la formación, instaló una pregunta que vale la pena retener: si seguimos por este camino, ¿qué futuro le espera al pasado?

La pregunta no admite respuestas univocas. Si a juzgar por algunos indicadores (la aparición constante de novedades editoriales, proyectos, investigaciones y tesis, junto a la realización de eventos científicos con niveles de participación relativamente altos) la producción historiográfico-educativa pareciera gozar de buena salud, en torno a la cuestión de su enseñanza se encienden algunas alarmas.

Ninguna crisis se explica por si sola. Requiere, para empezar, poder determinar “el sentido de las luchas en las que participamos y de los cambios que están teniendo lugar ante nuestros ojos” (Laclau, 1993, p. 111). Es a partir de caracterizar el horizonte histórico en el que se inscriben las prácticas de un campo que podemos reflexionar sobre asuntos que quizá resulten evidentes para quienes formamos parte del mismo, pero que probablemente dejaron de serlo para las comunidades educativas que buscamos interpelar con nuestros saberes.

Por cierto, que la historia de la educación importe no significa que deba tener un lugar asegurado en los programas de formación. Sostener que la historia importa, o argumentar que toda práctica educativa es una práctica histórica, pareciera no ser suficiente. No alcanza con dar por sentada la legitimidad del saber histórico. Es imprescindible renovar los argumentos sobre el lugar que ocupa la formación en historia de la educación en la escena contemporánea. En otras palabras, cabe volver a preguntarse para qué enseñar historia de la educación sin dar ninguna respuesta por sentada. Incluso se puede declinar el interrogante y preguntar no solo para qué, sino para quiénes enseñamos historia de la educación.

Las y los estudiantes del siglo XXI llegan a las aulas con otras demandas, habilidades, preocupaciones e inquietudes. También, por qué no decirlo, con otras carencias. La pregunta en torno al “para quién”, por tanto, no se dirige exclusivamente a caracterizar a los nuevos destinatarios del discurso histórico, sino a repensar las formas y dinámicas de producción, reproducción y circulación de los saberes históricos. “Se trata —como sostiene Elisa Cárdenas Ayala— de romper el encierro relativo de la escritura en el gabinete, para explorar los posibles espacios y modalidades de una labor compartida con comunidades interesadas” (Cárdenas Ayala, 2023, p. 99).

Esta premisa va encadenada a otra, que problematice qué enseñanza de la historia de la educación es la más apropiada para una nueva historia pública; es decir, para una historia que sea deseable que se enseñe en diferentes instancias de formación, desde la que piensa los cambios y permanencias de una identidad profesional en la preparación de futuros docentes, hasta la que nutre de enfoques y herramientas conceptuales a futuros profesionales de las ciencias de la educación. Soy consciente que la respuesta a este desafío deriva en tensiones difíciles de resolver. ¿Debemos hacer énfasis en una reconstrucción rigurosa de los periodos educativos que atravesó una sociedad a lo largo del tiempo? ¿O es mejor introducir cierta flexibilidad en la reconstrucción del pasado histórico alumbrando temas o episodios que contribuyan a pensar los problemas del presente?

Atado a ello, deberíamos pensar sobre qué fundamentos nos aproximamos al estudio del pasado educativo. Hay versiones de la historia de la educación centradas en la escuela que desconoce o niega procesos, lógicas y agentes de transmisión cultural presentes en la sociedad; hay relatos historiográficos que (todavía) construyen su narrativa apelando a la añoranza de un tiempo mítico, y otras que elaboran una narrativa coral en cuyo centro vibran las memorias colectivas, las expresiones educativas de las minorías o la versión de los vencidos. ¿Podrían ser considerados estos abordajes más apropiados que los otros? La validez de una narrativa historiográfica se debe estimar por su grado de apego a la verdad histórica, es decir, por constituir un discurso que sustente sus dichos en principios de verosimilitud, plausibilidad o de coherencia determinados. No obstante, sin renunciar a la rigurosidad histórica, ¿no podríamos, también, validar una narrativa en función de su capacidad para inspirar prácticas educativas? ¿Alcanza con transmitir una cultura general retrospectiva sobre la educación o podemos, además, apelar a la historia para pensar modos de resistir creativamente las diversas crisis que atravesamos?

En definitiva, ¿por qué deberíamos seguir enseñando historia de la educación? Un libro que hace más de 30 años se enfrentó a este problema lleva por título una pregunta que bien podría darle continuidad a estas reflexiones: Why should we teach history of education? El libro, impulsado por un grupo de trabajo de ISCHE, se publicó en Moscú en 1993 bajo la coordinación de Kadriya Salimova y Erwin Johanningmeier.

En aquel trabajo, Aldrich se preguntaba si existió una edad de oro de la historia de la educación. El interrogante, valioso desde el punto de vista de quien realiza un balance sobre la situación de un campo de estudios, puede conllevar una trampa, la de aplicar a nuestra área de conocimiento lo que no hacemos con los estudios históricos sobre la escuela: mirar el pasado con un sesgo nostálgico, salir en busca de “edades de oro”, con el peligro de concluir que “todo tiempo pasado fue mejor”.

Why should se escribió a inicios de los noventa, cuando —según numerosas opiniones— la historia de la educación atravesaba un periodo floreciente. Esos podrían ser los casos de muchos países de Europa, entre los que se cuentan España, Grecia, Portugal y Hungría. La experiencia argentina también podría encuadrarse ahí. Fue en la década del noventa que se editó la obra colectiva más importante hasta el momento sobre la materia —la Historia de la Educación en Argentina, dirigida por Adriana Puiggrós (1990)—, que se fundó la Sociedad Argentina de Historia de la Educación (1995) y que comenzó a circular su principal revista científica: el Anuario. Algo similar podríamos decir de Brasil y Chile, dos países con importantes tradiciones en nuestro campo de estudios.

La referencia a Aldrich no deja de evocar a Mark Twain, para quien la historia nunca se repite, aunque a veces rima. Los procesos de desciudadanización, el impacto de lo digital en lo humano, el ecocidio, la barbarie de la guerra a la que asistimos cotidianamente, nos vuelven a enfrentar con aquella pregunta. Si los lazos sociales se han desintegrado, si la búsqueda del bien común parece haberse extraviado, si habitamos sociedades cada vez más desiguales, ¿para qué sirve contar su historia? Una primera respuesta no solo cifra el gesto casi innato de preservar el pasado como estrategia de conservación. También va dirigida hacia las formas de transmisión cultural que construimos como especie a lo largo de los siglos. El problema es cuando estos dejan de importar. No pocos jóvenes que asisten a nuestras clases —y quizá mucho más entre aquellos que no circulan por espacios universitarios— podrían preguntarse (o preguntarnos): si el mundo que estoy heredando me deja sin derecho al futuro, ¿por qué habría de importarme el pasado?

No se trata de un problema que concierna exclusivamente a la historia. El asunto se sitúa entre las tensiones que atraviesa la formación del pensamiento crítico y de las instituciones que velan por él. En ese sentido, no son pocos los que se preguntan si siguen siendo necesarias las universidades, especialmente aquellas facultades dedicadas a las ciencias sociales y las humanidades (Canclini, 2019, p. 13). Sobre nuestro campo en particular la interpelación recae con fuerza apelando al discurso de la pérdida de vigencia (en un mundo dominado por procesos de obsolescencia programada): ¿Qué sentido tiene invertir en conocimientos que, al poco tiempo de aprenderse, no servirán para nada?

Eugene Thacker afirma que la mejor definición de pesimismo consiste en ver “el vaso medio lleno, pero de veneno” (2024, p. 20). Mal haríamos en abrazar ese dogma, pero no por correr detrás de un optimismo infundado, sino por razones que permiten conservar cierta confianza en el futuro. Si regresamos a 1970 y nos situamos en América Latina, podemos establecer el punto de partida de un dato alentador. En aquella década había en el continente 75 universidades donde se formaban 1,9 millones de estudiantes. En 2016, las universidades de la región ascendieron a más de 4.000, y los estudiantes pasaron a ser más de 22 millones. En 2025, se estima que hay 30 millones de estudiantes en más de 10.000 instituciones (entre macrouniversidades y pequeñas instituciones públicas y privadas) (cfr. Canclini, 2019, p. 15).

La expansión de la matrícula universitaria puede interpretarse como un factor de democratización de la educación superior en América Latina y el Caribe (que no necesariamente se corresponde con mejoras presupuestarias para las universidades o un acceso garantizado al mundo del trabajo para sus graduadas/os) y marca un camino. En sintonía, durante la Segunda Conferencia Regional de Educación Superior (CRES, 2008), la comunidad universitaria del continente proclamó que la educación superior es un bien público y social, un derecho humano universal y una responsabilidad de los Estados. La afirmación destaca por su importancia, pero sobre todo por su novedad. Si miramos hacia atrás, la historia de la universidad no nos devuelve, precisamente, la imagen de una institución comprometida con el ingreso irrestricto o la democratización de sus claustros. Las casas de estudio se han transformado de manera notable entre su origen —cuando oficiaban como “fábricas de elites”— y nuestro presente. Sobre los sentidos del para qué y para quién enseñamos historia de la educación, bien haría nuestro campo de estudios en pensar y aportar su saber experto sobre la naturaleza de esas transformaciones.

 

La enseñanza de la historia de la educación: mapas y claves de lectura

En los últimos años, no pocos trabajos han dirigido su atención al estado de la producción historiográfica educativa. En Latinoamérica, particularmente, el asunto ha concitado numerosos trabajos y producciones colectivas. Sin pretensiones de exhaustividad, los trabajos de Gondra y Sooma Silva (2011), Arata y Southwell (2014), y Arata y Pineau (2019) constituyen tres ejemplos de aproximaciones al campo con el interés puesto en la enseñanza de la historia de la educación. En los trabajos mencionados hay un especial énfasis en el abordaje del tema desde un recorte latinoamericano. En este trabajo, en cambio, la mirada se traslada hacia los países europeos.

En efecto, en dos de los tres últimos congresos de la ISCHE se reflexionó sobre el estado de la historia de la educación en el mundo. La conferencia de 2025 en Lille adoptó un tono propositivo. Por iniciativa de su Comité Ejecutivo se programó una mesa temática dedicada al asunto, bajo el título: “La importancia de la historia de la educación. Reflexiones sobre el papel cambiante de la historia de la educación en la formación del profesorado”, de la que participó una docena de sociedades nacionales de historia de la educación[1].

Las preguntas formuladas por los organizadores hacían foco en identificar las horas que se dedicaban a la enseñanza de la disciplina; si esta había aumentado o disminuido el número de créditos formativos (una cuestión especialmente relevante para las sociedades europeas) en las últimas dos décadas; si los países intervinientes contaban o no con una normativa nacional que amparara la enseñanza de la historia. Indagaba sobre las disciplinas base de quienes enseñaban historia de la educación (historiadoras/es o pedagogas/os). Preguntaba qué historias de la educación se impartían en los diferentes cursos (si historias más centradas en los métodos pedagógicos y las ideas educativas, o narrativas más comprehensivas de la educación). Finalmente, convocaba a sopesar en qué medida la enseñanza de la disciplina combinaba la formación teórica con actividades prácticas como, por ejemplo, el trabajo en archivos o las visitas a museos escolares o pedagógicos.

A partir de las intervenciones de colegas de las sociedades nacionales[2], en las siguientes páginas presento una sistematización posible a partir de cuatro tópicos que agrupan las principales ideas presentadas.

 

La enseñanza de la historia de la educación atraviesa un proceso de reducción horaria, desdisciplinarización o tendencia a la marginalización curricular

No hay duda de que la disminución de la presencia de la historia de la educación como materia es un elemento común a la mayoría de las presentaciones realizadas. Ello se evidencia con mayor intensidad en algunos países que en otros, proyectándose como una sombra sobre el conjunto. María del Carmen Agulló Díaz, Luis María Naya Garmendia y María del Mar Del Pozo describen cómo el número de asignaturas y horas dedicadas a la historia de la educación recayó sensiblemente en España. En algunas universidades de la península no hay ninguna asignatura que pueda considerarse de carácter histórico-educativo, mientras que otras han conseguido mantener al menos una asignatura, denominada de forma similar o parecida a la materia obligatoria de los planes de estudio de 1990, considerada la “edad de oro” de la disciplina.

En Estados Unidos, Sevan Terzian sostiene que la naturaleza descentralizada de la educación norteamericana dificulta discernir cuáles son las tendencias sobre el estado y la enseñanza de la historia de la educación en los programas de formación del profesorado. No obstante, hay indicios que permiten suponer que su presencia disminuyó significativamente en dicho país. A diferencia de los países que identifican en la década del noventa un punto de auge de la materia, en Estados Unidos este momento se corresponde con la finalización de la Segunda Guerra Mundial. En ese marco se fundó la Sociedad Nacional de Profesores Universitarios de Educación, en cuyo seno se creó una sección de Historia de la Educación, junto con una revista académica que acabaría convirtiéndose en la prestigiosa History of Education Quarterly, publicada por la Universidad de Cambridge. Para mediados de siglo, reseña Terzian, aproximadamente el 70% de los programas de formación del profesorado en Estados Unidos ofrecía un curso de introducción a la historia de la educación.

Las historiadoras portuguesas Carla Vilhena, Cláudia Pinto Ribeiro, Ana Paz María Teresa Santos y Anabela Amaral expusieron un estudio cuantitativo donde detectaron que, sobre un universo de 301 programas, 91 (30%) incluían Historia de la Educación en sus planes de estudios. Las universidades eran las que mostraban una mayor tasa de inclusión (40%) en comparación con los institutos politécnicos (16,6%). Sin embargo, leído en perspectiva diacrónica, Portugal asiste a un descenso significativo en el número de unidades curriculares de Historia de la Educación, que pasó de 60 a 45 (–25%) en la última década. La reducción resulta especialmente significativa en las universidades públicas, que oficiaban como bastión histórico de la disciplina. Ese descenso, añadían las autoras, no se vio compensado por la creación de nuevas unidades curriculares.

En Reino Unido, Tom Woodin y Jonathan Doney emplearon un término que convendría acuñar: el “pensamiento del año cero”, expresión extraída de la usina tecnocrática para enfatizar que el pasado no tiene relevancia más allá de la iniciativa política más reciente. La progresiva desaparición de la enseñanza de la historia en la formación docente, observaron ambos autores, se compensa con la presencia que todavía conserva la historia de la educación en los másteres y doctorados que suelen cursar los propios docentes.

El rumbo de la historia de la educación en Italia parece adoptar un curso diferente. Luana Salvarani trazó una imagen del estado de la enseñanza de la historia de la educación en el que un dato llamó nuestra atención: la prescripción como disciplina académica con un código ministerial asociado que garantiza su presencia en los programas de licenciatura y posgrado del ámbito educativo. La comunidad de historiadores de la educación de Argentina corroboramos esa fortaleza en el seminario binacional que realizamos en Macerata en 2024[3], donde tomamos contacto con numerosos equipos y profesoras/es de historia de la educación del país. Lo antedicho no quita que no acechen nubarrones en el horizonte, pues las directrices educativas de 2012, moderadamente de izquierda, estaban siendo sustituidas en los últimos meses por concepciones de derecha, aunque se mantenía la importancia de la historia y del patrimonio cultural.

En Alemania, los 16 estados federados son responsables de la educación (incluyendo la formación del profesorado). Por lo tanto, no existen normas de alcance nacional. La Asociación Alemana de Investigación Educativa ha circulado un "plan de estudios básico de ciencias de la educación" recomendando "contenidos de estudio comunes” donde se mencionan cuatro "elementos centrales" con enfoques y perspectivas históricas (como "teoría e historia" de la educación o enfocados al "cambio histórico"). Aquella realidad dispar convive con otra en la que Esther Berner —autora del trabajo— indica que, a partir de un estudio de casos, la proporción de historia de la educación en la formación del profesorado alemán para las escuelas de gramática es casi insignificante.

En Grecia, la historia de la educación como disciplina diferenciada forma parte de los planes de estudios de la mayoría de los departamentos de magisterio de enseñanza primaria y preescolar, aunque con disparidades: si un estudiante desarrolla su formación en la Universidad de Salónica, puede recibir hasta 234 horas de formación en historia, mientras que, en otras universidades del país, el tiempo puede ser igual a cero. En perspectiva diacrónica, los últimos años, la enseñanza de la historia de la educación ha visto reducida su presencia en los planes de estudio del magisterio de educación infantil. También disminuyó el número de profesores especializados en este campo.

En Países Bajos, John Exalto realizó una encuesta en centros de formación de profesores y compartió las opiniones esgrimidas por algunos colegas, que argumentaban por qué no incluir la historia de la educación en el plan de estudios. Entre las razones, los docentes aducían que ya de por si se manejaba un programa de estudios sobrecargado, que había una falta de adecuación al plan de estudios o que la duración del programa de formación del profesorado era demasiado corta.

Marie Vergnon comenzaba su intervención sobre el capítulo francés recordándonos que en todas las culturas sobrevuelan fantasmas. En el caso galo, es la sombra de Emile Durkheim la que marcó profundamente la historia de la formación del profesorado. L’évolution pédagogique que incidió la formación docente de un modo canónico, hoy se ha transformado. Quienes aspiran a incorporarse a la enseñanza secundaria encuentran distintos grados de énfasis en la historia de la educación (aunque esta es notablemente más fuerte entre quienes se preparen para enseñar Historia y Educación Física). Las licenciaturas en educación reflejan un escenario preocupante: mientras una minoría cuenta con especialistas en historia de la educación, en la mayoría de los departamentos la historia ha desaparecido casi por completo, o bien se integró a cursos impartidos por docentes sin experiencia en investigación en este campo.

El caso mexicano estuvo a cargo de Hallier Arnulfo Morales Dueñas y se ciñó al ámbito del normalismo. La rica y compleja red que conforman las 265 escuelas normales públicas distribuidas a lo largo del país ha sido objeto de numerosas reformas en los años recientes. En su presentación señaló que, entre 2012 y 2025, los planes de estudios para la formación de graduados en Educación Primaria se reformaron en tres oportunidades. En ese proceso, destacó Morales Dueñas, la historia como disciplina pasó de tener 13,5 créditos, con tres cursos dedicados a la materia, a solo 4,5 en el actual plan de estudios de 2022.

 

Camuflar la historia: ¿un modo de supervivencia o una oportunidad histórica?

Coincido con Sebastián Plá cuando afirma que la enseñanza de la historia no tiene sentido ni valor intrínseco, sino el valor y los usos que le demos (Plá, 2023, p. 190). Algo similar ocurre con las formas en que nombramos el área o recorte temático que englobamos en el nombre de una asignatura. Es comprensible que haya quienes puedan ver un problema en la nominación de una materia que no haga referencia explícita a la historia de la educación. Me inclino a pensar que, en algunos casos, esas formas de incorporar la dimensión histórica entre los contenidos ofrecen una oportunidad para ubicar saberes disciplinarios en contextos más amplios, y en sintonía y diálogo con otros problemas del ámbito educativo.

En España, según sostienen Agulló Díaz, Naya Garmendia y Del Pozo, hay una tendencia generalizada a camuflar la palabra "historia" con el concepto "contemporáneo" para evitar la carga negativa que la primera tiene entre los estudiantes. Algo similar ocurre en Francia, donde los títulos de los cursos no suelen ser explícitos y no resulta fácil determinar el peso de la historia en los planes de estudios. En Estados Unidos, como señala Terzian, la historia de la educación se integró a menudo en secuencias de asignaturas dedicadas a profundizar en los fundamentos de la educación, sin distinguir el recorte disciplinar específico.

Pero este asunto no siempre encierra una novedad. La presencia de la historia como objeto de enseñanza en disciplinas que no se denominan “historia de la educación” a secas se remonta a finales del siglo XIX. En Portugal, cuando la enseñanza de la historia de la educación se introdujo en el profesorado, podía encontrársela como asignatura independiente o integrada en disciplinas más amplias, como Teoría de la Educación o Introducción a las Ciencias de la Educación (Nóvoa, 1996). Como detallan Vilhena, Pinto Ribeiro, Santos y Amaral, hay —como expresión de la pervivencia de aquella tradición— materias llamadas Análisis Sociohistórico de la Educación, Análisis Sociohistórico del Fenómeno Educativo, Corrientes Pedagógicas Contemporáneas, Corrientes Pedagógicas Fundamentales, Dimensiones Sociohistóricas de la Educación o Pensamiento Pedagógico Contemporáneo. Estas denominaciones no son neutrales. Puede notarse cómo algunas se centran en la historia de la pedagogía y el pensamiento pedagógico, y otras enfatizan el estudio de los sistemas e instituciones educativas. En materias como Educación Comparada, Educación Infantil, Escuela y Sociedad, Fundamentos de la Pedagogía y del Currículo, Fundamentos Socioculturales de Educación, Fundamentos Teóricos de la Educación, Historia y Fundamentos de la Educación de Adultos, Historia, Memoria y Patrimonio Cultural, Organización Escolar y Ciudadanía, Políticas Educativas: Temas Actuales, Políticas Sociales y Educativas, Sistemas Educativos y Culturas Escolares, Sociedad y Cultura, y Teorías y Dinámicas Educativas Contemporáneas los contenidos de historia de la educación suelen aparecer como introducción a otras materias, en un esfuerzo por contextualizar el presente.

En Grecia, la historia de la educación se incorpora en algunos casos a otros cursos (por ejemplo, al de Pedagogía, Historia Antigua e Historia Bizantina, etc.), relacionándose con los fundamentos de la educación. Panagiotis Kimourtzis, Vasilis Foukas e Ioannis Betsas sugieren que, en las materias donde se producen estos puntos de contacto, la perspectiva histórica resulta favorecida: la conexión entre el pasado y el presente al momento de configurar la práctica educativa representa un valor a la hora de defender la presencia de la historia de la educación.

En Países Bajos, como destaca John Exalto, aparece un elemento que pone en valor los aportes de la historia al incorporarse a materias afines: cuando se recurre a ella para pensar el devenir histórico de una profesión, ayuda a los futuros profesionales a integrarse y sentirse parte de esa comunidad, conociendo sus normas y responsabilidades. Preguntas como ¿cómo ha evolucionado la profesión y su imagen pública a lo largo del tiempo?, ¿cómo lidiaban los docentes con la presión descendente (de ministerios o administradores) y las expectativas externas (de padres o la sociedad)? o ¿a qué dilemas se enfrentaban en el pasado y se enfrentan hoy los docentes? arrojan luz sobre problemas actuales que son valiosos de pensar históricamente.

Existen ventajas y desventajas cuando enfocamos la enseñanza de la historia desde su valor de uso. En Estados Unidos, las voces críticas desacreditan el saber histórico argumentando que los cursos de historia de la educación no preparan a los profesores para discernir los problemas educativos actuales, ni para comprender las conexiones entre la educación estadounidense y la democracia, ni para apreciar los diversos aspectos de la sociedad estadounidense contemporánea.

Incorporar la dimensión histórica a espacios curriculares integrados o transversales puede ser una estrategia que oscila entre el camuflaje y la exploración de oportunidades: la de darle densidad histórica a los abundantes debates contemporáneos. El carácter “auxiliar” de la historia, entendida más como caja de herramientas que como Magistra vitae, puede ser una puerta de entrada para exponer la relevancia de un campo que goza de reconocimiento entre las llamadas ciencias de la educación. Por supuesto, el asunto no está exento de peligros. En Francia, por ejemplo, la estructuración de la investigación educativa europea en torno a principios aplicados u orientados a responder a las prioridades políticas del presente, a menudo retacea el espacio para una historia de la educación atenta a la longue durée. Hay, por tanto, el riesgo de que la historia deje de ser una caja de herramientas para transformarse en un botiquín de primeros auxilios: aquel al que se acude solo cuando hay una urgencia que atender.

 

Navegar entre la amplitud, la desregulación y la disparidad

“A los historiadores de la educación les gusta creer que su disciplina es ‘indispensable’ para formar a los futuros docentes” (Chartier, 2008, p. 15). Mal que nos pese, hay otras opiniones sobre las muchas o pocas contribuciones que el pensar históricamente los problemas educativos pueden aportarle a la formación de las y los docentes, más aún si, como sostiene Chartier, esas historias que se enseñan no tienen como sus principales protagonistas a dichos docentes (Chartier, 2008, p. 33). Las divergencias que aquello provoca terminan cristalizándose en una presencia dispar de la historia de la educación en los planes de estudio.

Más que un paisaje monocorde, las imágenes que componen el mosaico de situaciones sobre el estado de la enseñanza de la historia de la educación remiten a la ausencia o la pérdida de una matriz común (cuando la hubo) y, en su lugar, a la emergencia de circuitos diferenciados y experiencias marcadas por altibajos y fuertes contrastes. En Portugal, como observan Vilhena, Pinto Ribeiro, Santos y Amaral, esos circuitos están bien diferenciados: la historia de la educación sigue estando arraigada en las universidades y, de un modo particular, en los programas de grado en Ciencias de la Educación y en la formación del profesorado a nivel de máster, mientras que su presencia en los politécnicos es muy limitada.

En Grecia se menciona que, en ausencia de regulaciones estatales, hay una variación significativa de contenido y enfoque de los cursos de historia de la educación en las universidades. Las principales instituciones urbanas (por ejemplo, la Universidad de Atenas) ofrecen contenidos diversos y especializados, integrando enfoques intelectuales, sociales y con orientación a la política educativa. En cambio, otras universidades (por ejemplo, las de Tesalia, Creta y Macedonia Occidental) hacen mayor hincapié en las historias educativas nacionales o locales. El anclaje disciplinar también importa: los departamentos de educación se centran en los movimientos pedagógicos y las prácticas en el aula, mientras que los que forman a profesores de secundaria suelen explorar temas socioculturales más amplios, como detallan Kimourtzis, Foukas y Betsas. Algo similar ocurre en Francia, donde los profesorados de enseñanza primaria (que tienen rango universitario) pueden incluir o no la historia de la educación en sus planes de estudios.

Las variaciones sobre qué entendemos que hay que enseñar cuando enseñamos historia de la educación pueden representar una fortaleza, y no necesariamente una fuente por donde se manifieste una crisis. Contra tradiciones canónicas que hacían corresponder la historia de la educación con, por ejemplo, el surgimiento de los sistemas educativos modernos (Puiggrós, 1996), la existencia de diversas narrativas historiográficas-educativas habilita canales para entablar diálogos con otros agentes y contextos educativos inmediatos (respondiendo a los entornos culturales donde se emplazan las instituciones educativas) o a las particularidades de sus audiencias (si se trata de estudiantes de Ciencias de la Educación, del magisterio o de profesores de Educación Física). En Francia, según subrayó Vergnon, las licenciaturas en Educación ofrecen una perspectiva complementaria a las mencionadas anteriormente. En Ciencias del Deporte, la historia de la educación está muy extendida, ya que el examen de acceso a la enseñanza superior incluye una prueba sobre la historia de la educación y los pedagogos.

Quien escribe da clases de historia de la educación para estudiantes con intereses muy distintos: futuras licenciadas/os en Ciencias de la Educación, docentes de Informática y de Literatura. Incluso, dentro de cada grupo —como le sucederá a cada docente—, hay quienes manifiestan interés en el tema, mientras otros se aburren soberanamente. En todos los casos, el desafío consiste en ofrecer una versión que dialogue con los intereses de las y los estudiantes, sin que ello implique conducir hacia miradas simplificadas o menos exigentes sobre el estudio del pasado educativo. ¿Debemos promover una única vía de acceso al estudio del pasado o diferentes caminos pueden contribuir a mejorar el interés de nuestros estudiantes en relación con una materia que no está en el centro del interés?

 

Mientras la enseñanza de la historia reduce su presencia, crecen los museos

Para la comunidad a la que pertenezco, España siempre fue un lugar de referencia en lo que respecta a los estudios en historia de la educación. Entre sus aportes, sin duda, están sus investigaciones pioneras y la relevancia de sus revistas científicas. No pasa desapercibido, tampoco, el papel que ha jugado la sociedad española en la creación de centros de documentación, museos pedagógicos y escolares. Quizá el más conocido entre nosotros sea el CEINCE, que dirige Agustín Escolano y cuyo acervo está constituido, principalmente, por un maravilloso fondo documental de manuales escolares. Sin embargo, en las dos últimas décadas, España asistió a la creación de 12 museos universitarios de educación, conectando al profesorado universitario con la sociedad y ampliando las posibilidades que ofrece la historia pública a la historia de la educación. Esta proliferación se convirtió, según afirman Agulló Díaz, Naya Garmendia y Del Pozo, en un elemento clave para la sensibilización y la formación del pensamiento crítico de los futuros docentes, a partir de las múltiples posibilidades que estos espacios habilitan para interpretar la cultura escolar del pasado y mostrar la construcción histórica de las innovaciones educativas actuales.

El creciente interés por el patrimonio escolar en ocasiones se yergue como desafío. En Grecia, las actividades prácticas, como la colaboración con archivos, museos o escuelas, no se incorporan sistemáticamente al plan de estudios. Esto pone de manifiesto un reto más amplio: salvar la distancia entre la historia académica y su aplicación educativa, especialmente en la formación del profesorado. En el contexto neerlandés, los museos tienen una presencia considerable, en particular el Museo Nacional de Educación y el Museo Comenius. Sin embargo, los esfuerzos por organizar exposiciones atractivas para un público amplio conviven con las amenazas de cierre debido a los recortes presupuestarios del Gobierno.

Los museos son espacios que adoptan un papel proactivo en la producción de conocimiento. Como destaca María Isabel Orellana Rivera para el caso chileno, junto con las labores de ciencia fundamental y divulgación, las investigaciones nacidas en el seno del Museo de la Educación Gabriela Mistral de Santiago de Chile ofrecen numerosos recursos a historiadoras/es, poniendo a disposición tanto su biblioteca patrimonial como sus colecciones (archivos fotográficos, mobiliario y material escolar), las que se mueven, al menos, en tres dimensiones: fuentes históricas, objetos patrimoniales y herramientas didácticas (Orellana, 2019 p. 330).

En este punto, quisiera destacar la iniciativa de las sociedades uruguaya y argentina de historia de la educación, quienes, con el apoyo de las sociedades brasileña, chilena y paraguaya, crearon la Primera Escuela Latinoamericana de Historia de la Educación[4]. El eje del encuentro giró en torno de los museos pedagógicos, los archivos escolares y los usos de las fuentes en la enseñanza de la historia de la educación. En su fundamentación, el programa de la escuela reivindicaba el lugar de museos y archivos como objetos de conocimiento, que si bien han estado presentes desde la conformación del campo de estudios, cobraron nuevos protagonismos al calor de los aportes de los giros teóricos (el material, el patrimonial y el giro del archivo, por citar algunos).

 

Líneas de propuestas

Sostenía al comienzo que ninguna crisis se explica por si sola. Preguntarse cómo pensarla tampoco es una pregunta fácil de asir. Se percibe, flota en el aire, pero es complejo formalizarla, conceptualizarla. En el epígrafe que abre este ensayo, Bloch daba cuenta de los peligros que acechaban el trabajo del historiador. En un texto dirigido a su amigo Lucien Febvre, confesaba: “En el momento en que escribo, sobre la tarea común se ciernen muchas amenazas”. París había caído en manos de los nazis apenas un año atrás. Con pesar, pero sin ceder a la resignación, concluía Bloch: “Somos vencidos provisionales de un tiempo injusto” (Bloch, 2001, p. 39).

Acaso la enseñanza de la historia de la educación pueda pensarse bajo la imagen que propone Bloch, operando un ligero desplazamiento: en el momento en que enseñamos, sobre la tarea común se ciernen numerosas amenazas. Quizá sea apropiado ensayar una mirada sobre las diversas posiciones docentes (Southwell, 2020) que hemos adoptado en torno a la enseñanza de nuestra disciplina. En ese sentido, retomo una expresión de Antonio Nóvoa para pensar los modos de situarnos frente a la crisis, porque se entrevé ahí un elemento programático:

O mínimo que se exige de um historiador é que seja capaz de reflectir sobre a história da sua disciplina, de interrogar os sentidos vários do trabalho histórico, de compreender as razões que conduziram à profissionalização do seu campo académico. O mínimo que se exige de um educador é que seja capaz de sentir os desafios do tempo presente, de pensar a sua acção nas continuidades e mudanças do trabalho pedagógico, de participar criticamente na construção de uma escola mais atenta às realidades dos diversos grupos sociais. (Nóvoa, 1996, p. 417)

Habría, en cada historiador/a de la educación, dos posiciones docentes: una, dispuesta a reflexionar sobre la historia que enseña, preguntándose qué incluye y qué deja fuera, quiénes son sus protagonistas, cuáles sus fuentes, cuáles sus periodizaciones; la otra, que mira con atención la escena contemporánea, procurando identificar los rasgos singulares del presente, sus mutaciones, su novedad, y, con ella, componer relatos y hacer lugar a narrativas que contribuyan a su interpretación y reflexión.

En este último apartado quiero esbozar un modelo, sino para medir, al menos para sondear las fortalezas y debilidades de la historia de la educación. Apelo a la metáfora náutica, más concretamente a la figura de la vela. Aprovechando que la próxima cita del ISHCE será en Atenas, permítanme pensarnos cual Odiseo en la mar, subrayando que cada época y cada generación enfrenta el desafío de apuntar su proa hacia Ítaca.

Los puntos de sujeción de las velas son cuatro: la driza, la escota, la amura y el puño de escota. Nuestra driza es la producción de conocimiento, que se traduce principalmente en los resultados de la investigación rigurosa, confiable y socialmente relevante del saber académico que elabora un campo. El mismo se objetiva en eventos científicos, revistas académicas, tesis, entre otras. En este punto la historia goza de buena salud. Son pocos los campos disciplinares que tienen la capacidad sostenida a lo largo del tiempo de mantener encuentros anuales, jornadas nacionales en múltiples lugares del planeta, intercambios fluidos, como el que ha logrado la comunidad de historiadoras/es de la educación.

La escota es nuestra capacidad de amplificación y circulación de esos conocimientos, un punto donde todavía hay mucho por hacer. Con recursos que no serían exorbitantes, nuestras sociedades nacionales (o la propia ISCHE) podría relanzar sus redes sociales, explorar el potencial de los canales de Youtube (al momento de escribir este artículo el canal de la ISCHE tenía 42 suscriptores y nueve videos, el primero subido hace ocho años y el último hace cuatro semanas). Hay numerosos jóvenes investigadores en esta comunidad que podrían asumir esa tarea, con resultados alentadores.

Nuestra amura es preguntarnos cómo se vuelcan los desarrollos teóricos en la producción de materiales de enseñanza. La elaboración de textos didácticos puede resultar un trabajo enormemente gratificante. En ese sentido, creo que nuestras sociedades podrían crear una comisión para preparar y lanzar un curso internacional sobre historia de la educación, gratuito y en línea. Las condiciones técnicas podrían ser provistas por algunas sociedades nacionales (algunas cuentan con suficiente experiencia en ello). Iniciativas como estas tendrían, de adoptarse, un enorme impacto con —insisto— no grandes esfuerzos. Menos que el de un viaje a Ítaca.

Por último, el puño de escota, que define la orientación de la vela. Creo que la comunidad que se convoca en este CIHELA, o la propia ISCHE, haría bien en asumir el desafío tres décadas después de aquel Why should we teach history of education?, el de convocar a la edición de un nuevo libro colectivo, con acceso abierto, y en la medida de las posibilidades, traducido a más de un idioma, donde pudiéramos volcar las reflexiones producidas sobre este tema. Si tuviéramos que arriesgar un título, sería Why should we teach history of education, again?

Cierro con una imagen profundamente inspiradora, extraída de un apunte de Walter Benjamin, en el que sostenía que “ser dialéctico” significaba “captar en las velas el viento de la historia” (Benjamin, 2007, p. 476). Bien haríamos en recordarnos que nuestra disciplina no solo vivirá por el simple hecho de tener velas, sino por la capacidad colectiva que tengamos de aprender y saber colocarlas.

 

Referencias

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Arata, N. y Pineau, P. (Coords.) (2019). Latinoamérica: la educación y su historia. Nuevos enfoques para su debate y enseñanza. Buenos Aires: Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

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Benasayag, M. y Cany, B. (2024). Contraofensiva. Actuar y resistir en la complejidad. Buenos Aires: Prometeo.

Benjamin, W. (2007). Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre. En Obras II (Vol. 1, Jorge Navarro Pérez, Trad.). Madrid: Abada.

Bloch, M. (2001). Apología para la historia o el oficio de historiador (E. Bloch, Ed., J. Le Goff, Pref., M. Jiménez y D. Zaslavsky, Trad.). Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

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Chartier, A. M. (2008). ¿Con qué historia de la educación debemos formar a los docentes? Anuario de Historia de la Educación 9, 15-38. Sociedad Argentina de Historia de la Educación. https://www.saiehe.org.ar/anuario/revista/article/view/248

Gondra, J. y Sooma Silva, J. (Eds.) (2011). Historia da Educação na América Latina: ensinar & escrever. Río de Janeiro: EDUERJ.

Laclau, E. (1993). Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires: Nueva Visión.

Merton, R. (1995). Teoría y estructura sociales. México: Fondo de Cultura Económica.

Nóvoa, A. (1996). História da educação: Percursos de uma disciplina. Análise Psicológica 4(XIV), 417-434.

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Southwell, M. (2020). Posiciones docentes: interpelaciones sobre la escuela y lo justo. Ministerio de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología. https://cedoc.infd.edu.ar

Thacker, E. (2024). Resignación infinita. Buenos Aires: Interferencias.

Viñao Frago, A. (2016). La historia de la educación como disciplina y campo de investigación: viejas y nuevas cuestiones. Espacio, Tiempo y Educación 3(1), 21-42.



* Nicolás Arata es doctor en Ciencias en la especialidad de Investigaciones Educativas (CINVESTAV-IPN) y doctor en Educación por la Universidad de Buenos Aires. Fue director de Formación y Producción Editorial de CLACSO. Actualmente, preside la Sociedad Argentina de Investigación y Enseñanza en la Historia de la Educación (SAIEHE) y es profesor de la Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE) y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

[1] En paralelo, el Grupo de Trabajo Permanente de ISCHE para la Historia de la Educación ha realizado una encuesta internacional sobre la historia de la educación en la formación del profesorado.

[2] El evento fue presidido por la presidenta de ISCHE, Inés Dussel, y coordinado por los colegas Juri Meda (Universidad de Macerata, Italia) y Christine Ogren (Universidad de Iowa, Estados Unidos). Participaron de esta primera edición la Asociación Transdisciplinar para la Investigación Histórica sobre la Educación (ATRHE) de Francia, la Asociación Belgo-Neerlandesa para la Historia de la Educación y la Formación (BENGOO), el Centro Italiano para la Investigación Histórica Educativa (CIRSE), la Sociedad Alemana de Ciencias de la Educación (DGfE) —Sektion Historische Bildungsforschung—, la Sociedad Griega de Historiadores de la Educación Historians (GSEH), la United Kingdom History of Education Society (HES), la United States History of Education Society (HES), la Associação de História da Educação de Portugal (HISTEDUP), la Sociedad Argentina de Investigación y Enseñanza en Historia de la Educación (SAIEHE), la Sociedad Española de Historia de la Educación (SEDHE), la Sociedad Española para el Estudio del Patrimonio Histórico-Educativo (SEPHE), la Societat d’Història de l’Educació dels Països de Llengua Catalana (SHEPLC), la Società Italiana per lo Studio del Patrimonio Storico-Educativo (SIPSE), la Sociedad Mexicana de Historia de la Educación (SOMEHIDE) y la Subcomisión de Historia de la Educación de la Academia de Ciencias de Hungría.

[3] Me refiero al 1° Workshop Italo-Argentino de Historia de la Educación, titulado La historia de la educación entre balances historiográficos, perspectivas metodológicas y miradas comparativas: la construcción de una agenda binacional (Macerata, Italia, 16 y 17 de septiembre de 2024). El evento fue coorganizado por la Sociedad Argentina de Investigación y Enseñanza en Historia de la Educación (SAIEHE) y el Centro di Documentazione e Ricerca sulla Storia del Libro Scolastico e della Letteratura per l’Infanzia (CESCO) de la Universidad de Macerata, y bajo el patrocinio del Centro Italiano per la Ricerca Storico-Educativa (CIRSE) y de la Società Italiana per lo Studio del Patrimonio Storico-Educativo (SIPSE).

[4] La Primera Escuela Latinoamericana de Historia de la Educación tuvo lugar en Montevideo, los días 28 a 30 de mayo de 2025 en el Centro de Formación Permanente y en el Museo Pedagógico José Pedro Varela. Contó con el auspicio de la ISCHE y el apoyo de la Administración Nacional de Educación Pública de la República del Uruguay.