Construcción de estatalidad, escuela y docencia: el largo camino hacia la profesionalización docente en Argentina durante el siglo XIX

 

Autora: Myriam Southwell

Filiación institucional: CONICET, Universidad Nacional de La Plata, Argentina.

Correo electrónico: islaesmeralda@gmail.com

 

Historia del artículo

Recibido: 4 de abril de 2023 | Aprobado: 4 de agosto de 2023

 

Resumen

Este artículo busca dar cuenta de los primeros pasos de la regulación del trabajo docente dados en la etapa que se desarrolla entre el inicio de la emancipación y la década de 1870, en la que se funda el normalismo. Nos interesa mostrar que el establecimiento de determinadas coordenadas que enmarcarán el trabajo de enseñar acompañó la conformación del Estado y los procesos sociales que se fueron desplegando. Es muy usual analizar nuestro sistema educativo y —dentro de él— el trabajo de enseñar, partiendo de las últimas décadas del siglo XIX. Sin embargo, aquí se quiere explorar la idea de que los primeros intentos por construir un cuerpo de docentes para la expansión de la educación fueron madurando durante el extenso siglo XIX. Todo lo producido embrionariamente a inicios de dicho siglo generará las condiciones para desarrollar mayores formas de institucionalidad y modelos formativos en la transición entre el siglo XIX y el XX.

 

Palabras claves

Trabajo docente, estatalidad, desparticularización, profesión del Estado.

 

Construction of Statehood, School and Teaching: the Long Road to Teacher Professionalization in Argentina during the 19th Century

 

Abstract

This article seeks to give an account of the first steps in the regulation of teaching during the period between the beginning of emancipation and the 1870s, when normalism was founded. We are interested in showing that the establishment of certain coordinates that will frame the work of teaching accompanied the conformation of the State and the social processes that were unfolding. It is very common to analyze our educational system and —within it— the work of teaching, starting from the last decades of the 19th century. However, here we want to explore the idea that the first attempts to build a body of teachers for the expansion of education matured during the long 19th century. Everything produced embryonically at the beginning of that century will generate the conditions for developing greater forms of institutionalism and formative models in the transition between the nineteenth and twentieth centuries.

Keywords

Teaching work, statehood, de-particularization, State profession.

 

A construção da estatalidade, da escola e do ensino: o longo caminho para a profissionalização docente na Argentina durante o século XIX

 

Resumo

Este artigo tem como objetivo dar conta dos primeiros passos da regulamentação do trabalho docente ocorridos entre o início da emancipação e a década de 1870, quando se funda o normalismo. Interessa mostrar a ideia de que o estabelecimento de certas coordenadas que enquadram o trabalho docente acompanhou a conformação do Estado e os processos sociais que desenvolviam. É muito comum analisar nosso sistema educacional e —nele— o trabalho docente a partir das últimas décadas do século XIX. No entanto, aqui queremos explorar a idéia de que as primeiras tentativas de construção de um corpo docente para a expansão da educação amadureceram durante o longo século XIX. Tudo o que foi produzido embrionariamente durante o início do século XIX vai gerar as condições de possibilidade para o desenvolvimento de formas maiores de institucionalismo e modelos formativos na transição entre os séculos XIX e XX.

 

Palavras-chave

Trabalho docente, Estado, desparticularização, profissão de Estado.

 

1.   Introducción   

En los inicios de lo que hoy llamamos la Argentina —situándonos en el período de la independencia, a comienzos del siglo XIX—, la educación como práctica social institucionalizada fue una de las tareas necesarias para el desarrollo de un Estado. Fue una etapa en la que se produjeron ensayos de conformación de sistemas educativos, impulsando un proceso de escolarización extendida de la sociedad.[1] Como afirmó Gregorio Weinberg, la transformación de un súbdito fiel a un ciudadano activo, tal como lo sugería el principio ilustrado, impactaba directamente en el plano educativo. Se trató de estimular la participación del pueblo en el quehacer educacional; se mandaron a imprimir obras de avanzado espíritu político para formar a las nuevas generaciones; se intentó extirpar los castigos corporales de las escuelas; se alentó la preocupación por la educación de las mujeres y de los indios[2]. La difusión de las luces y la preocupación por la divulgación de la cultura que mostraron las élites revolucionarias permite identificar, en este terreno, una continuidad con el proyecto ilustrado del siglo XVIII, al que se agrega un componente de secularización y patriotismo[3].

          El período que se prolongó desde el inicio del proceso independentista, en 1810, hasta la década de 1870 fue de gran inestabilidad política, con ensayos de gobierno y organización institucional diversos (juntas de gobierno, directorios, triunviratos, confederación, etc.) que no alcanzaron mayor permanencia y producían confrontaciones encarnizadas en torno a diversas tensiones, entre las cuales se destacaba la posición a favor y en contra del centralismo.

          La producción historiográfica nos ha brindado valiosos trabajos que historizaron la formación docente y la regulación laboral en Argentina a partir de la década de 1870. Sin embargo, nos interesa en este artículo retrotraer el análisis algunas décadas atrás, en el entendimiento de que la fecha de 1870 —asociada a la creación de la Escuela Normal de Paraná y el despliegue institucional del sistema educativo— es un punto en el que se cristalizan intentos previos, experiencias fragmentadas, regulaciones con avances parciales y condiciones laborales que fueron recorriendo un largo derrotero. Con ello, también se propone de realizar una contribución al explorar en mayor medida esa génesis, dado que los análisis previos abordaron mayormente la transición entre los siglos XIX y XX. Nos interesa aquí tematizar los primeros ensayos de organización del trabajo docente en el siglo XIX, mostrando sus etapas embrionarias de gestación. Este artículo busca dar elementos —que habrá que profundizar en futuras investigaciones— para mostrar cómo en el siglo XIX se produce un largo derrotero desde la enseñanza como ejercicio espontáneo y poca regulación hacia la constitución de —como la ha nombrado Birgin[4]— una profesión de Estado.

          Para ello, se analizarán las incipientes normativas y decisiones político-institucionales que fueron dando forma el ejercicio de la docencia, ensayos que buscaron establecer ciertas condiciones de formación, la búsqueda de homogeneización a través del establecimiento de métodos de enseñanza y la definición de textos para esa tarea. Las fuentes consultadas son de diverso tenor, implicancia y alcance y remiten a algunas jurisdicciones de lo que hoy es el territorio de la Argentina; pero nos interesa dejar planteada esta línea argumental para continuar completándola y discutiéndola en futuros trabajos.

          La perspectiva que opera en la base de este análisis retoma concepciones genealógicas y arqueológicas en relación con la escuela, a la escolarización y a los sistemas educativos que propone narraciones no lineales del pasado. En esa perspectiva se presta atención a lo que Martínez Boom ha destacado en torno a la generación de una articulación entre lo público y lo escolar, en la que si bien el Estado contribuye a la formación de la escuela, la aparición de esta es un punto nodal en la aparición del Estado. Como destaca Martínez Boom, “la escuela y el maestro, nuestros temas, se articulan así a través de variaciones que nos acercan a un barroco ir y venir, con movimientos hacia adentro y hacia fuera, eludiendo procesos teleológicos y provincializando centros”[5].

Desde esta perspectiva, el archivo nos coloca en la exigencia de leer descripciones específicas de fuentes primarias que suelen ser múltiples, complejas y, sobre todo, dispersas. Solo puede ser visto, según Martínez Boom, “si aguzamos una mirada que trascienda las palabras para dirigirnos a los enunciados que, en este caso, no son representación de las cosas sino objetos enunciativos que obedecen a reglas de constitución, propias de una época”[6]. Para ello, resulta necesario incluir no solo los hechos “evidentes y solemnes, sino también los ‘desechos’, los matices que implican el ingreso en la historia de aquello que ha pasado desapercibido”[7]. El autor caracteriza así el oficio del maestro latinoamericano entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX:

 

“Una sola lengua, una sola fe, una idea de unidad nacional, a partir de un solo método. El surgimiento de la escuela es, también, el momento de aparición de un saber sobre la escuela, la individualización de un saber pedagógico. Junto a la escuela y el desarrollo estatal un personaje central emerge en la escena: el maestro. Sus lugares en este acontecer son de radical importancia. En sus cuerpos se inscriben las instituciones escolares de modo que no podemos pensar una escuela sin maestro y un maestro sin escuela. En sus actividades ni tenía contornos definidos, ni era depositario de un saber especial. Es decir que aquel nuevo personaje aparece como objeto público pero solo porque puede ser intervenido por el Estado (…) Así, el maestro aparece al interior de un proceso precario, errático e indefinido. Esta figura, que surgió a grandes tumbos en medio de una multiplicidad de prácticas aparejadas a la enseñanza, fue en principio endeble y maleable. Desde su aparición, el maestro público que era libre para venderse, empieza a ser un sujeto de regulación, en tanto se sanciona más su condición de virtuoso que de erudito. Lo cierto fue que sus atributos y su posición en la jerarquía de los funcionarios y autoridades pasaron por permanentes acomodos”[8].

 

2.   Emancipación y escolarización: ensayos de naciente estatalidad

Desde los años previos al movimiento emancipatorio, se fue evidenciando el desarrollo de formulaciones que fueron la base para definir la figura del ciudadano, en el marco de una nueva configuración política. A partir de 1810, la construcción de una soberanía política autónoma y las pujas que se produjeron entre los distintos grupos de poder del territorio tendrán consecuencias particulares sobre las concepciones en torno de la ciudadanía. En particular, la revisión de constituciones y estatutos provinciales formulados en ese periodo revelan que la figura de la ciudadanía se refería a dos contextos: uno inmediato (la provincia) y otro continental (América). No había un registro nacional, dado que la nación aún —y por bastante tiempo— no estaba resuelta conceptual ni materialmente.

Antes de que se produjera el proceso de sistematización[9], y aún de conformación de protosistemas educativos[10] en los ámbitos locales, hubo en el territorio colonial del Río de la Plata una serie de experiencias de educación donde predominaba la enseñanza particular y las escuelas en manos de órdenes religiosas y parroquias. Existía gran heterogeneidad en la enseñanza, dado que no había regularidad para la edad de ingreso y egreso de los estudios, contenidos, métodos, contratación de docentes, etc. Desde mediados del siglo XVIII, se fue experimentando un incremento de la demanda de escolaridad, asociado a la necesidad de desarrollo político, económico y cultural. Ello produjo cierto incremento en el número de escuelas de enseñanza elemental y la creación de colegios preparatorios en algunas ciudades poco después de la constitución del Virreinato del Río de la Plata.

El desarrollo de la escolarización transitó por un derrotero intermitente, enmarcado en la consolidación de la emancipación y las decisivas tensiones internas que permearon la búsqueda de organización institucional. En él confluyeron instituciones preexistentes al proceso emancipatorio y otras nuevas, que fueron gestándose en un proceso con marchas y contramarchas[11]. Paulatinamente, se fue desplegando un nuevo clima cultural a través de hechos como la creación de bibliotecas públicas junto al Cabildo y, posteriormente, con la supresión del Cabildo, el pasaje a los Gobiernos provinciales de las escuelas que dependían de él, la difusión de la imprenta y la circulación de libros, la fundación de la Biblioteca Pública de Buenos Aires (hoy Biblioteca Nacional), la creación de la Universidad de Buenos Aires[12] y la existencia de colegios preparatorios para la formación de la elite, fueron medidas tomadas en las década de 1810 y 1820 que permitieron conformar una nueva base para la extensión de la escolarización. A la nueva universidad se le encomendó la administración de las escuelas.

Durante los primeros años de vida independiente, los nuevos gobiernos tomaron medidas educativas que resultaron poco eficaces en términos de cobertura, pero que fueron abriendo camino a lo que, décadas después, sería un sistema de instrucción pública. Sin embargo, la educación estatal fue un campo de expresión de deseos más que de realizaciones de los nuevos gobiernos. Las limitaciones de las regulaciones en este nivel fueron coincidentes con la fragilidad política de los nuevos gobiernos, y este tipo de iniciativas adolecieron a lo largo del periodo de las dificultades provocadas por las limitaciones fiscales (la guerra permanente consumía todos los recursos disponibles), de acuerdos institucionales y, además, la precariedad en que se encontraba tanto la autoridad central como las autoridades locales impedía la conformación de pautas de homogeneización que dieran inicio a la creación de un sistema escolar. La expansión escolar de esos años no puede pensarse solamente como un impulso estatal, sino que la apelación a la financiación y supervisión por parte de vecinos ocupó un lugar destacado. Puede decirse que el proceso de escolarización acompañó el crecimiento de la acción estatal[13].

Siguiendo a autores que han descripto la situación de escolarización de esos años[14], en 1820 había 6 escuelas fiscales en la ciudad de Buenos Aires, pero la aventajaba San Juan, que tenía 7, y, siguiendo en orden decreciente, Mendoza con 5, Corrientes y Santa Fe con 3, Córdoba con 2, Jujuy y Salta con 1. Carecían de escuelas fiscales Entre Ríos, San Luis, Santiago del Estero, La Rioja, Catamarca y Tucumán. Las escuelas particulares existían en mucho mayor número, a saber: 40 en Buenos Aires, 13 en Mendoza, 3 en Santa Fe, 1 en Tucumán, Salta y Jujuy. San Juan, Corrientes y Catamarca realizaron apreciables progresos en el decenio 1810-1820. Ese despliegue supuso también el desarrollo de una cierta burocracia y ensayos sucesivos de formas de gobierno escolar. Así, la enseñanza tendrá un largo recorrido en el que la educación será progresivamente menos particular y más pública, con mayores obligaciones e injerencia del Estado aun en la forma muy embrionaria que tenía.

Se instalaron Juntas Protectoras de Educación (que tuvieron niveles de alcance diferentes según el territorio provincial, en algún caso, de la ciudad o pueblo, en otros) para organizar e inspeccionar la expansión de escuelas. En 1821, se dictó un decreto de gran alcance práctico relativo a la enseñanza y que llevaba el nombre de “Noticias estadísticas”[15]. Por él se estableció que:

 

“Todos los maestros de escuelas en ambos sexos pasaran, cada tres meses al Jefe de Policía y éste al Ministerio una razón de los alumnos que tengan: de los que hayan entrado en los tres meses anteriores, y de los que hayan salido en dicho tiempo”.

 

Es necesario hacer notar que la policía realizaba la supervisión antes que un organismo educacional, lo que da cuenta de una sociedad en la que la escuela como institución aún no había construido su legitimidad como autoridad y ello era un obstáculo para el cumplimiento de la todavía incipiente escolaridad. Por lo tanto, requería del reforzamiento de una autoridad exterior.

A través de estos actos normativos, se establecieron las primeras regulaciones para el trabajo docente, como lo ejemplifican las disposiciones que mencionamos a continuación. Se trata de la reglamentación del 5 de enero de 1821 del gobernador de Santa Fe, Estanislao López, titulada "Artículos de observancia para el muy noble e ilustre Cabildo”[16], que disponía que ese organismo se ocupara de asuntos escolares y anunciaba que:

 

“se establecerá un regidor de policía que controlara la calidad del servicio en escuelas publicas. El regidor será encargado de inspeccionar las escuelas mensualmente, el último día del mes, cuidando de la observancia de las instituciones, poniendo el lleno del interés ante todo objeto de mejor educación pública de la juventud. (…) debiendo abonarse los sueldos de los fondos públicos, como se hace en todo el mundo ilustrado. (…) auxiliando a los niños pobres con papel, libros, tinta, etc. y a las escuelas con cuanto se crea necesario a su comodidad y decencia”[17].

 

Para Buenos Aires:

 

“Art. 1º. Todo el que solicitase regentear alguno de los establecimientos de primeras letras, deberá acreditar previamente su moralidad e inteligencia en el sistema de enseñanza mutua.

Art. 6º. Los preceptores de las escuelas de campaña no podrán ausentarse de ella sin obtener previamente licencia del Presidente de la Junta Inspectora respectiva, en caso de que la ausencia sea por un término que no exceda de ocho días; y del Vicerrector, Inspector general de escuelas, si fuese por un término mayor.

Art. 9º. En cada una de las escuelas dotadas por el erario público se admitirán en la clase ayudantes de los preceptores hasta dos jóvenes que manifiesten aptitudes y hayan hecho algunos estudios”[18].

 

En 1830, San Luis se dio una Constitución que incluía artículos destinados a las escuelas de primeras letras y sus educadores:

 

“Art. 16. El P.E. deberá á la posible brevedad establecer una escuela de 1ras. letras pa la juventud, cuyo maestro será el mejor qe se pueda conseguir.

Art. 17. La dotación de dicho maestro será de 25 $ mensuales pagados del Ramo de carne destinado pa este destino, el qe será tan priviligiado (sic) qeno se podrá invertir en otro destino que en este (…).

Art. 19. Asi mismo será del cargo del Gº Ejecutivo nombrar una comisión de tres individuos de probidad é inteligencia, cada cuatro meses, qe revise la escuela, y se imponga de los adelantos de la juventud, así en la moral de su doctrina como en lo liberal y ponerlo en conocimiento del Supremo Gobierno”[19].

        

            En el territorio de la Confederación[20], se desarrollaron experiencias de escolarización vinculadas a poderes locales, centrados en la voluntad de caudillos locales y con baja institucionalización. “El caudillo” fue la denominación que se le dio al liderazgo político propio de los regímenes provinciales en consolidación durante la primera mitad del siglo XIX. Las visiones tradicionales del caudillo indican que este era líder de milicias rurales no profesionales, estaba enfrentado al poder central y a las elites urbanas provinciales; se le adjudicaba ser contrario a la organización de instituciones y apoyarse en relaciones clientelares. La gran mayoría de ellos se identificaron, durante las décadas de 1820 a 1860, como miembros del Partido Federal, aunque debe entenderse que la denominación “partido” designaba algo así como una afinidad de asociación y una identificación con ciertas ideas y símbolos, más que una organización política común.

            El caudillismo fue el producto de una serie de procesos históricos concurrentes. Las luchas emancipatorias habían exigido en diferentes territorios la conformación de milicias irregulares, de las cuales habían formado parte —en no pocos casos— las masas rurales. Los caudillos catalizaron un conjunto diverso de relaciones en un mismo formato de dominación política. Estos vínculos fueron de tipo económico (muchos de ellos eran terratenientes y tenían una relación de patrones respecto de las masas que representaban), de tipo militar (traducían el liderazgo de las milicias en la representación de los intereses de la tropa), de tipo cultural (en algunos casos sentían que su misión era llevar las luces a la campaña, creando escuelas, proveyéndola de bibliotecas, etc., pero también se presentaban como una alternativa a la hegemonía porteña).

            En 1823, se creó en Buenos Aires la Sociedad de Beneficencia y se colocó bajo su supervisión a las escuelas de mujeres, así como las casas de huérfanos y niños expósitos. Las fuentes documentales muestran que esta sociedad —con organizaciones locales— desarrolló también acciones en las provincias, como San Luis, Corrientes, Salta, entre otras. Esta institución creó, hacia 1825,7 escuelas para alumnas humildes, aunque fueron empleadas por todas las clases sociales. La matrícula en la educación femenina registró en Buenos Aires un incremento sostenido entre 1822 y 1826. En otras regiones, la educación sistematizada para mujeres fue tardía; por ejemplo, en Salta se desarrollóen1836 y en Santa Fe, en 1838[21].Bajo la égida de la Sociedad de Beneficencia se creó la primera Escuela Normal sobre la base de la escuela lancasteriana de niñas; posteriormente, esa misma institución fundó en 1824 un establecimiento para el profesorado, desplazando a la Escuela Normal, que no había dado los resultados esperados.

            También, desde mediados de la década de 1820, se prescribieron reglamentos para las Juntas Protectoras y Juntas de Inspectores para las escuelas de primeras letras en los pueblos de campaña. Eran sostenidas por fondos públicos, debían componerse con el juez de paz del distrito y “dos vecinos respetables del lugar en que se halle establecida la escuela”[22]. Lionetti destaca que en la conformación se buscó alejar de esa función a los curas párrocos, en una evidente señal de la impronta liberal del momento[23]. En las décadas de 1830 y 1840, esas mismas organizaciones se fueron extendiendo en las provincias. En ese espacio se desarrollaron ciertas formas embrionarias de pupilaje, ya que se estableció —en ocasiones— que la junta se encargaría de distribuir en las casas de las familias pudientes a los hijos de familias que vivían a grandes distancias.

           

3. Lectura y método

Una característica central adjudicada a la escuela fue la de convertirse en el lugar privilegiado para la producción de lectores. Rubén Cucuzza plantea que en el temprano siglo XIX los intentos de constitución de sociedades políticas modernas —basadas en la lógica de la soberanía popular y de la existencia de sujetos políticos portadores de deberes y derechos— implicaron importantes modificaciones en las prácticas de lectura y en la necesidad de su enseñanza. En palabras del autor, “la construcción del sujeto ciudadano como individuo aislado que decide libremente sujetarse a la ley de la razón del Estado liberal reclamaba el surgimiento de gacetas, bibliotecas públicas y escuelas que instrumentaran en la lectura solipsista”[24]. A causa de esto, el siglo XIX presenció la sustitución gradual del catecismo y la lectura colectiva y en voz alta para la repetición, por el libro y la lectura individual y silenciosa para la comprensión. Las articulaciones con el campo de la política se manifestaban en las siguientes concepciones: el buen súbdito era quien leía para repetir correctamente, el buen ciudadano era quien leía para comprender correctamente.

          La tradición de la enseñanza de la lectura a través del Catón cristiano parece haber sido la modalidad más utilizada en las últimas décadas de la Colonia, y se mantuvo a comienzos del periodo independiente. Se trataba de un formato de texto editado a partir de la segunda mitad del siglo XVIII que parece haber sido el texto más difundido para el uso escolar en el mundo colonial. El Catón fue la denominación que recibió una serie de obras destinadas a la enseñanza de la lectura junto con la transmisión de máximas morales, por lo general, impresas en latín; sin embargo, las últimas versiones de estas obras habían abandonado su pretensión de pertenecer a la alta cultura (en un periodo, los catones fueron empleados en las escuelas preparatorias y las universidades). La estructura del texto —que se consideraba aún en circulación al final del periodo colonial— tenía dos partes: un tratado primero de la doctrina cristiana que respondía a la organización del catecismo, y un tratado de la buena crianza de los niños[25].

            Para aprender a leer se comenzaba memorizando el abecedario por medio de Cartillas o Silabarios, cuadernillos que presentaban el abecedario y avanzaban hacia las combinaciones en sílabas, para recién luego, enfrentarse a los primeros libros de lectura de corrido. Entre estos últimos, los más difundidos fueron el Catón cristiano y Catecismo de la doctrina christiana, los catecismos de Astete o de Ripalda, El tratado de las obligaciones del hombre y Lecciones de moral cristiana, textos que venían de la época colonial y se mantuvieron por largo tiempo. Con fuerte contenido moral, estos libros se componían de máximas o de una serie de preguntas y respuestas fijas que debían leerse en voz alta para memorizarse. En la década de 1810, se hizo circular otros textos para la enseñanza de la lectura. Uno de los casos más llamativos es el del Catecismo público para la instrucción de los neófitos o recién convertidos al gremio de la Sociedad Patriótica, texto que adoptaba la clásica fórmula de las preguntas y respuestas de los catecismos, pero con mayor presencia de valores patrióticos[26].

            Posteriormente, entre las décadas de 1840 y 1850, comenzaron a circular textos en los que se procuraba desarrollar un aprendizaje de la lectura sin una memorización aisladade las letras, mediante la asociación de letras con sonidos y estructura de sílabas. Asimismo, se buscaba avanzar en el sentido de la comprensión por parte del o de la estudiante. Si bien había cuestionamientos a la práctica consolidada de la enseñanza de la escritura diferenciada de la de la lectura, no se generó una integración entre tales aprendizajes. En esos cambios intervino también Domingo F. Sarmiento (1811-1888) a través del Silabario o Método de lectura gradual para enseñar a leer el castellano, que se proponía como una superación del deletreo y que modificaba la didáctica practicada hasta ese momento. Con esas innovaciones, se iba pasando del formato catequístico, donde el maestro pronunciaba interrogantes prediseñados y sus respuestas, a situaciones en que las y los estudiantes podían estudiar solo las respuestas, avanzando hacia la lectura del texto de corrido. En estas transiciones renovadoras tuvo también una decisiva intervención Marcos Sastre, con sus textos, con la traducción de Lecciones de geografía y la edición de Lecciones de aritmética, entre otros textos que se presentarán en un próximo apartado.

          En la década de 1820, se estableció la obligatoriedad del método lancasteriano[27], que fue empleado en prácticamente todas las ciudades americanas —y su ámbito rural— que iniciaban su organización política. Se presentaba como el más eficiente para la enseñanza de la escritura y la lectura, así como para reducir los costos de la escolarización masiva. Requería el reclutamiento y la formación de docentes, que ya no podían ser idóneos, por lo que se fueron desarrollando instancias de formación. Este avance del método lancasteriano implicaba un proceso de secularización, dado que eran formas de expansión escolar por fuera de los dominios de la Iglesia. Entre las ventajas que el método ofrecía había motivaciones de costo, porque se podía emplear a un solo maestro para enseñar masivamente con varios monitores; de rapidez, por esa posibilidad de enseñar a muchos a través del uso de las cartillas[28]; también ofrecía la ventaja de la movilidad, es decir, llevar los materiales y la situación de enseñanza fuera del local escolar.

            Se instalaron escuelas lancasterianas en buena parte del territorio: en 1821, Buenos Aires tenía 16 escuelas lancasterianas (8 en la ciudad y 8 en la campaña); en Salta se instaló una en 1824; una en Tucumán en 1826; una en Corrientes en 1827; una en Jujuy en 1829; una en Córdoba en 1834, dependiente de la Universidad de Córdoba; una en Mendoza, la sociedad lancasteriana era muy activa en la década de 1820[29].

          En 1825, Pablo Baladía asumió el cargo de director general de escuelas en Buenos Aires y, desde allí, desplegó medidas para la docencia. Desarrolló una Escuela de Preceptores en la que se enseñaba el método Lancaster y a la que debían asistir los preceptores de la campaña durante el verano. También, se sustituyó a los ayudantes de maestros, debido a que ese método preveía el desempeño de alumnos avanzados como monitores. Por otro lado, se separó al Departamento de Primeras Letras de la Universidad de Buenos Aires, dado que esta no podía supervisar las escuelas fuera de la ciudad. En 1826, Corrientes estableció una Escuela Normal de Institutores mediante una ley que instituía una serie de aspectos vinculados al impulso de la educación, como la creación de un “cuerpo docente”; el Gobierno de la provincia de Corrientes también incluyó un institutor lancasteriano en 1827.

            A mediados de la década de 1820 fue extendiéndose e in crescendo el descontento de los educadores de Buenos Aires con el método lancasteriano y, en 1827, solicitaron —en un acto que Newland plantea que podría considerarse una primera medida gremial[30]— la destitución de Baladía por su origen español. Sin embargo, en otras provincias se seguían creando escuelas lancasterianas o estableciendo el uso de ese método hasta bien avanzada la década de 1820.

            Durante la década de 1830, en Buenos Aires fue cayendo en desuso el método lancasteriano. Los motivos de este declive eran diversos. Por un lado, el método había recibido críticas de las familias desde el comienzo, porque la enseñanza quedaba a cargo de otros alumnos —aunque aventajados— y también por exceso de utilitarismo[31]. Hay, sin embargo, otra razón que nos parece significativo mencionar: la pedagogía moderna, que se desarrolló a partir del siglo XVIII, establecía condiciones específicas para el formato escolar y los modos en los que debía desarrollarse. Entre ellas, se constituían roles fijos, rígidos, cristalizados para aquellos que poseían el saber —maestras y maestros— y los que no sabían —alumnas y alumnos—. Esta dicotomía de lugares bien diferenciados y no intercambiables fue una base muy importante para la pedagogía moderna. El método Lancaster contravenía esta dicotomía al habilitar una movilidad del saber, ya que los monitores adquirían rápidamente un saber que les posibilitaba enseñar a otros.

 

4. De la vecindad a la desparticularización: derroteros de lo público

Las décadas de 1830 a 1870 fueron escenario de la extensión de un modelo de administración escolar que involucraba la participación de la vecindad: se esperaba de ella contribuciones en casas para locales escolares, compra de útiles o sostén de pupilos. Un aspecto que no debiera dejar de puntualizarse es que no todas las vecinas y vecinos estaban en igualdad de condiciones para opinar, ser oídos y solventar la expansión escolar. Esa participación estaba prevista centralmente para sectores pudientes, voces consideradas capaces de contribuir a “la causa del progreso”. De este modo, no se trataba de un modelo participativo que estuviera al margen de la estratificación social. Por ejemplo, el 26 de junio de 1835, el gobernador de Entre Ríos, Pascual Echagüe, dictó un decreto en que se establecía que el procurador de ciudad debía visitar semanalmente las escuelas de primeras letras acompañado de dos vecinos,

 

“inspeccionando escrupulosamente sobre los adelantos de los niños, no solo en los ramos de lectura, escritura y cuentas, sino muy especialmente sobre la ordenanza de la lectura cristiana y la conducta que lleven los maestros para hacerles llenar los deberes de católicos”[32].

 

En consonancia, la provincia de San Luis instauró posteriormente que

 

“los establecimientos todos han sido puestos bajo la tutela é inspección de Comisiones formadas de ciudadanos respetables, vecinos del mismo distrito escolar, confiando a su patriotismo aquella acción y vigilancia que el Gobierno no puede ejercer desde la Capital. (…) sirviendo por otra parte de estímulo la vigilancia de las Comisiones tanto para los preceptores como para los padres de familia que ven en ellas una garantía de buen desempeño de las personas que educan á sus hijos”[33].

 

Las escuelas contribuyeron de modo significativo a desarrollar capilarmente la institucionalización, tanto en las ciudades como en la campaña. En ese funcionamiento fueron sede y fuente de conflictos diversos entre las autoridades locales y otros poderes asentados en las grandes ciudades. Los pequeños locales —sobre todo en la campaña— integraban el funcionamiento político local y se organizaban en torno a esas relaciones sin que hubiera necesariamente una sujeción a los dictámenes de una autoridad central. Por ejemplo, los pedidos de las familias por la remoción de los preceptores eran muy frecuentes y cuando se encontraba que él o ella había incurrido en alguna falta se resolvía su traslado a otro pueblo. Por otro lado, los archivos documentales también registran numerosas disputas entre el sacerdote y el juez de paz —ambos con incidencia sobre la educación local— o de alguno de ellos con la preceptora o el preceptor, acompañado o en contra de la opinión del vecindario.

Simultáneamente, las jurisdicciones fueron avanzando en formas de regulación, en un larguísimo derrotero que iría modificando su carácter particular (en relación con la injerencia de los propietarios particulares, así como a la existencia de escuelas particulares) hacia un paulatino crecimiento de la intervención estatal.

Ascolani destaca que en la década de 1830 se experimentó en Santa Fe una mejora económica que tuvo impacto en la escolaridad[34]. También fue una década muy significativa para Salta, donde se estableció por primera vez la enseñanza industrial y se fundaron nuevas escuelas en la campaña, que alcanzaron a ser 20 y se unían a las 2 de la ciudad. Allí se instituyeron premios a la aplicación, a la industria, a la moral y al amor filial y se aprobó un reglamento que establecía la inamovilidad de maestras y maestros. De modo similar, Tucumán avanzó en la creación de escuelas a través de diversos impuestos aplicados a producciones como las de ganados, cueros, vicuña, etc. En el caso de Jujuy, como en el de Buenos Aires, la década de 1830 comenzó con una merma en la cantidad de escuelas existentes, cuyos efectos no se sintieron de inmediato, pero fueron acentuándose a lo largo de esa década y la siguiente. En cuanto al financiamiento, se alentaron las contribuciones de los vecinos y en 1835, en Buenos Aires, a través de un nuevo reglamento, se explicitó la necesidad de disminuir los gastos relativos a la escolarización. Asimismo, se establecía que las escuelas de la ciudad recibirían aún financiamiento estatal, pero ese sostén no sería extensivo a las escuelas de la campaña. Con ello, la escolaridad no desapareció, pero decreció significativamente, sobre todo aquella destinada a los sectores más pobres[35]. Esto no tenía como causa única las restricciones presupuestarias, sino que había otras de orden ideológico.

          La década de 1840 mostró manifiestos avances para la escolarización en distintas partes del país, destacándose el desarrollo logrado en Entre Ríos. Allí, se crearon comisiones constructoras de edificios escolares e inspectoras del desarrollo escolar, con fuerte participación de la sociedad civil. Se generó una estadística escolar sistemática, se contrataron docentes de Buenos Aires y, en 1849, se creó una Junta Directora de Escuelas de ambos sexos. En la década de 1840, Entre Ríos aventajaba al resto del territorio en su sistema escolar. En esta experiencia tuvo un papel destacado Marcos Sastre (1808-1887), quien fue nombrado inspector general de escuelas en esa provincia. En ella, se aprobó un presupuesto propio para la educación y se generó un reglamento con importantes prescripciones sobre el comportamiento de los maestros, donde se solicitaba un alto grado de instrucción para el ejercicio de la docencia. El reglamento establecía además una edad de escolarización: los varones, entre los 7 y los 15 años, y las mujeres, entre los 6 y los 14 años. Se cobraba un arancel estable y bajo, y a quienes pudieran probar su condición de pobres, el Estado los eximía del arancel y les proveía útiles. La enseñanza comprendía: Doctrina Cristiana Explicada e Instrucción para Recibir los Sacramentos, Moral y Urbanidad, Lectura, Escritura, Elementos de Aritmética Comercial y Gramática Castellana con las Reglas de Ortografía. También, se abolieron los castigos corporales de manera definitiva.

            A fines de la década de 1840, las fuentes documentales registran la expansión de la denominación “escuelas primarias” —poco usual en los años previos—, que además de los saberes básicos incluía nociones de gradualidad como parte de su estrategia pedagógica. Asimismo, si bien no se puede decir que las instituciones tuvieran un aspecto uniforme y sí que presentaban muchas dificultades, las escuelas en los pueblos dejaron de ser ajenas a las dinámicas locales. Un aspecto que no debe soslayarse es la diversidad de formas de escolarización que había: escuelas para niñas, para niños, con adultos, nocturnas, de artes, de ambos sexos, particulares, fiscales, municipales o administradas por la Sociedad de Beneficencia. De ello dan cuenta numerosos registros de inspección. A esta descripción debe agregarse la diversidad también existente dentro de las maneras en que llevaban a cabo su tarea, las condiciones en las que lo hacían y hasta los métodos y rutinas. No había planes de enseñanza sistematizados, sino que los saberes a enseñar quedaban al arbitrio de maestras y maestros y eran especialmente orientados por los libros, en forma de catones o catecismos. Había también dispares situaciones respecto del financiamiento y precarias condiciones de infraestructura.

En 1848, Corrientes aprobó una ley de educación que establecía la gratuidad y la igualdad de enseñanza para ambos sexos, y planteaba que habría dos tipos de escuelas: elementales y normales. Asimismo, las escuelas particulares quedaban sometidas a la inspección que establecía esa misma ley[36]. Se fundaban 2 escuelas normales en la capital, una para preceptores y otra para preceptoras. Sobre las y los preceptores se disponía que mientras las escuelas no estuvieran “servidas con graduados de las escuelas normales que hayan obtenido el diploma” debían acreditar sus aptitudes frente a la Comisión Inscriptora del Departamento. Luego de enseñar durante 10 años y no pudiendo continuar el ejercicio de su profesión se establecía pensión y jubilación para ellos a cargo del tesoro público[37].     

En Buenos Aires, una vez finalizado el gobierno de Juan M. de Rosas[38] en 1852, Sarmiento fue designado jefe del Departamento de Escuelas. Desde ese lugar mostró intenciones de centralizar el control y generar uniformidad en la escolarización, de modo que se lo acusó de querer desarrollar un cuarto poder. Los fondos asignados por el Estado para la educación elemental cubrían fundamentalmente los sueldos de preceptores y ayudantes y el alquiler de las casas que se utilizaban como escuelas. En 1852, una de las primeras medidas de las nuevas autoridades fue derogar el arancelamiento de escuelas que había dispuesto Rosas en 1838, decretándose la gratuidad escolar. Sin embargo, esa política no dejó de tener oscilaciones debido a, por ejemplo, la constatación de que eran los sectores pudientes los que asistían a ellas. Por ello, se consideró legítimo que los sectores más acomodados solventaran parte de sus estudios, criterio que se compartió también en las otras provincias. La cuestión de cómo solventar la instrucción pública, atada a la discusión acerca de a quiénes iba dirigida —e inclusive la diferenciación de cómo y cuánto se financiaba por parte de los particulares—, fue un terreno de debates y experimentaciones en las décadas de 1850, 1860 y hasta 1871, cuando se aprueba la Ley de Subvenciones[39].

          La participación vecinal se canalizó a través de comisiones que se ocupaban de organizar los exámenes anuales y presentar sus conclusiones. La convocatoria era pública, planteándose que era la escuela laque rendía exámenes y por eso se invitaba a la comunidad. Más allá de cuánto hubiera avanzado el o la estudiante con la lectura, escritura o el cálculo —de lo que efectivamente debían dar muestra—, se sometía a debate público el propio acto de dar cuenta de un proceso docente, el porqué de las insuficiencias y la decisión política que debía ponerse en juego para superarlas. Esos registros ofrecen la posibilidad de situar a la evaluación en coordenadas públicas y colectivas, no como una rendición de cuentas unipersonal, sino como un lugar de llegada de diversas acciones y actores.

          Los archivos públicos conservaron actas de exámenes públicos, inspección de locales, opiniones sobre la enseñanza —con participación de vecinas y vecinos— que no se restringían a valorar los aprendizajes efectivamente alcanzados, sino que registraban también los tipos de saberes ineludibles, el requerimiento de formación moral a través de ciertas prácticas, así como el instrumental necesario para la escuela, etc. Veamos algunos ejemplos:

 

“Al llevar en esta parte un encargo creen de un deber llamar la atención de esa comisión sobre varios puntos que a un juicio merecen ser considerados: el primero de estos es la poca capacidad que ofrece el local para el numero de niños inscriptos siendo este número menor que la mitad de los que tiene este distrito en esta de recibir educación, pues pudiendo computarse el número de estos en tres cientos niños la escuela solo tiene ciento treinta y dos, y estos mismos se encuentran aproximados y en condiciones higiénicas poco satisfactorias. El segundo punto es la necesidad de un método fijo y gradual de enseñanza en cambio del incierto que se sigue y que da por resultado que haya niños que escriben correctamente sin saber leer lo que escriben y que estos mismos no tengan una forma decidida de letra por el frecuente cambio de muestras de diverso carácter. El tercero y último punto es la necesidad de crear la disciplina de que carece este establecimiento y que se nota en el continente de los niños y ausencia de buenas maneras, tanto mas necesarios aquí cuanto es menos probable las puedan adquirir en familia”[40].

 

Mui satisfactorio es a los que suscribieron al conocimiento del Sr presidente, por medio de este informe el feliz resultado de los exámenes verificados en la escuela municipal de esta Parroquia, i asimismo enterarle de la manera i forma en que se ha procedido una semana antes de practicados los exámenes, hicieron pasar aviso a la mayor parte de los padres de los alumnos i a otras personas manifestándoles, que el 22 i 23 del presente la escuela municipal rendirá exámenes, i que en este motivo, se les invitaba para que se dignaran asistir a presenciarlos (…). Después de esta clase se examinó la de catecismo vocal, que consiste en enseñar a los niñitos el catecismo de viva voz, que aún no saben leer. Ha sido un gusto ver disputarse la palma del triunfo entre estos alumnitos. (…) En el examen de la Constitución del Estado el joven Aristóbulo ha patentizado con sus explicaciones, que no solo sabe de memoria lo que sabe de la Lei fundamental, sino que sabe aplicarlo a los casos que se le han pedido”[41].

 

          Retomamos aquí la argumentación de Newland acerca de queel crecimiento del sector público se alimentó en gran medida del sector privado, notándose una trasformación de escuelas particulares en públicas y que los docentes privados, conociendo la próxima creación de escuelas públicas, no tardaron en ofrecer sus servicios al Estado. “Esto ocurrió por dos razones: en primer lugar, algunos podían lograr una mejor remuneración en los establecimientos públicos. En segundo lugar, las nuevas escuelas podían absorber sus alumnos dejándolos fuera del mercado educativo”[42]. Entre 1852 y 1853, la presidenta de la Sociedad de Beneficencia recibió una cantidad de pedidos de contratación de maestras, que en sus solicitudes mencionaban la capacidad y experiencia pedagógica adquirida en el pasado en materias como Escritura, Lectura, Aritmética, Bordado, Costura, Gramática, Geografía, Inglés, Religión y Urbanidad[43]. A través de algunos expedientes, Newland muestra la expansión estatal, indicando que, para 1855, al menos la mitad de las preceptoras contratadas por la Sociedad de Beneficencia habían tenido, en el pasado, escuela propia de tipo particular. Asimismo, destaca una nota de 1856, donde el gobernador Pastor Obligado solicitaba la contratación de un docente de gran desempeño, que había sido propietario de una escuela particular y debió cerrarla, porque se había instalado cerca una escuela pública. El autor destaca que la misma dinámica se daba en las escuelas masculinas, donde el Estado avanzaba incorporando docentes que habían sido particulares, así como útiles y mobiliario[44].

 

5. La construcción del cotidiano escolar

Es relevante reconocer aquellos aspectos del modelamiento de la cotidianeidad que fueron surgiendo por los actos normativos que iban desarrollándose, el lugar determinante que tuvieron los textos de enseñanza en el establecimiento —de hecho— de programas de estudio o las iniciativas de las y los preceptores e inspectores. Respecto a los aspectos del primer tipo, hemos referenciado varios reglamentos, pero tal vez sea el producido por Baladía el que instituyó de manera más acabada prescripciones sobre el uso del tiempo y el espacio, los contenidos de la enseñanza, la presencia de los cuerpos, su movimiento y circulación, etc. Veamos un fragmento:

 

“Artículo 17: Luego que oigan la voz de tomen pondrán en la mano izquierda como se ha prevenido en el art. precedente, i [...] los tomaran con los dos primeros dedos de la mano derecha, se quedaran con el en la mano i sostenido por los tres primeros dedos i saliente de sus puntas una pulgada. Ladiaran los coriplanos á su hizquierda i poniendo la mano hasta sobre la mesa con el codo hizquierdo pegado á su costado esperando que se mande escribir [...]. Artículo 22: Diran clara é inteligiblemente todas las silabas i voces al paso que el instructor se lo mande, oiran con docilidad los defectos que les hagan conocer atenderan á sus correcciones para no incurrir en falta alguna, i cuidaran mucho de la posicion del cuerpo, de la acentuacion, de los perfiles i buena forma de la letra. Artículo 23: Si de dictado á dictado les quedase algun tiempo cotejaran sus letras con las del tablero general i si notasen desigualdad procederan á corregirse a si mismos [...]”[45].

 

No se ha encontrado evidencia de que el reglamento se implementara cabalmente (sí se han hallado quejas de su autor acerca de la falta de su aplicación), pero vale la pena detenerse en los modos de modelar la acción escolar a través de la normalización de su funcionamiento a nivel áulico.

En 1847, se aprobó en Entre Ríos el Reglamento General para las Escuelas de Educación Primaria, que incluía desarrollos conceptuales sobre educación y la función de la escuela. En él se recomendaba al maestro no contrariar los sentimientos del niño y, en caso necesario, corregirlos con la debida prudencia; se reconocía a la justicia como el más arraigado sentimiento y expuesto a las influencias de una mala dirección. Se pronunciaba contra los castigos corporales y solo habilitaba la penitencia. Así lo expresaba en el artículo 91:

 

“Un corazón que se trata de alimentar con elevados sentimientos para formarlo para el honor y la libertad, no debe ser ajado con castigo alguno de aquellos que la opinión ha señalado con la marca de la infamia, de la afrenta, o la ignominia; lo contrario sería degradar al hombre, envilecerlo a sus propios ojos, hacerlo insensible al deshonor y la vergüenza, e impelerlo a la bribonería y al crimen”[46].

 

          Respecto a la presencia de los textos modelando el qué y el cómo se enseñaba vale la pena destacar, por un lado, el Manual para las escuelas elementales de niñas, o resumen de enseñanza mutua aplicada a la lectura, escritura, cálculo y costura de Mme. Quignon[47]. Allí se prescribía el registro de información de las alumnas (el uso de columnas para asentar sus nombres, edades, moradas, profesiones), pero también el seguimiento del avance en sus lecciones: la Aritmética dividida en 10 clases; la Lectura, en 8 clases; la Costura, en 10 clases. Había allí una preocupación pedagógica por la secuenciación de contenidos y el seguimiento de los aprendizajes que no se limitaba a la influencia ejemplificadora de la preceptora. Estaba también presente esa práctica tan propia de la pedagogía moderna que es la prescripción, asociando esa función al seguimiento pormenorizado del método como garantía del proceso formativo.

          Otros textos ocuparon ese lugar de prescripción y hay diversas fuentes que dan cuenta de su llegada a las ciudades y escuelas. Como ejemplo podemos mencionar la nota que indica la llegada a Salta de 500 catecismos enviados por el Gobierno central en 1840[48] o el seguimiento que hicieron las comisiones vecinales sobre la llegada de los libros, como en el ejemplo que sigue:

 

“(…) sobre el destino que el Departamento Dio A los 120 ejemplares de la Historia Argentina que la Municipalidad remitió para las Escuelas Publicas. Efectivamente en la nota de remision de ellas la Municipalidad indicó que podrian servir, bien para premios ó para leer la clase superior; (…) pasándose en seguida á permutar (por) Catecismos de Mazo, que es uno de los libros que el Departamento tiende á introducir con profusion en las Escuelas”.[49]

 

          Esta idea de lectura sostenida y alimentada por la escuela se instaló fuertemente, configurando un modelo cultural con claras fronteras entre lo legítimo y lo no legítimo, marcando inclusive las batallas que daría de allí en más entre aquello considerado “culto” y aquello de carácter “popular”.

 

“(…) En esa escuela la generalidad de los alumnos la componen niños ó muy pobres, ó sirvientes en casas de familia, y unos y otros no solo concurren (cuando concurren) una ó dos horas despues de abrirse la escuela, sino que no hay un solo mes en que asistan diariamente, pues faltan ocho, quince dias, y hasta un mes entero, como aparece del registro que lleva el Preceptor. Este mal es de gravedad porque desmoraliza á los asistentes que son muy pocos, quienes alentados con la impunidad de aquellos, faltan tambien. Y como es del interes de la municipalidad el remediarlo, se permite el infrascrito indicarlo para que sea reparado. (…) En estos niños nada hay notable que pudiera premiarse pero el infrascrito habria deseado hacerlo con el mas adelantado entre ellos, no obstante que están comenzando á conocer las letras, por que el premio de la manera distinguida que vá á adjudicarse, es un estimulo que vale mucho en la juventud, y que esta la recibe con entusiasmo. (…) En seguida procedió al examen de las demas clases, que escriben unas en pizarra y una en libro: que escriben otras en papel y leen en los libros siguientes. Obligaciones del hombre: el amigo de los niños: lecciones de virtud, moralidad y urbanidad por Urcullu, y Fabulas de Samaniego: y que están en aritmetica, y doctrina Cristiana”[50].

 

          En el periodo aquí analizado diversos libros fueron ocupando ese lugar de prescripción y modelamiento de lo escolar, estableciéndose como manuales o textos escolares modernos[51].Destacan por esa función y por su grado de difusión Anagnosia o arte de leer —que proponía un método de lectura para superar el deletreo—, Lecciones de Aritmética, Guía del preceptor o El Tempe argentino, publicados por Marcos Sastre entre las décadas de 1840 y 1870[52]. Su Guía del preceptor, publicado en 1849 y reeditado en una versión aumentada en 1862, buscaba cubrir todas las tareas a desempeñar, por lo que abordaba temáticas muy diversas: desde la enseñanza religiosa, referencias a tratados de pedagogía de otros países o las materias a enseñar, pasando por los métodos de enseñanza o la distribución de los tiempos, hasta los modos de llevar un registro escrito en diferentes columnas de los datos de sus estudiantes y sus logros y un informe trimestral de desempeño, lo que facilitaba el seguimiento docente, así como de las autoridades educacionales y un informe estadístico. En 1846, Esteban Echeverría publicó el Manual de moral para las escuelas primarias, haciéndose eje en la formación moral para la construcción ciudadana. Allí afirmaba:

 

“la cuestión del método en materia de enseñanza es capital (…) Y como el método es una regla segura para llegar por el camino más corto al conocimiento de las cosas, puede decirse con fundamento que el método es ciencia”[53].

 

En lugar de adoptar un método único y obligatorio, como se había hecho en el comienzo del periodo, las instrucciones, guías y textos para el trabajo de preceptores —incluyendo algunos para la lectura de alumnas y alumnos— fue la manera de instalar procederes y dispositivos de enseñanza propios de la pedagogía moderna[54]. Se trataba de un avance en el sentido de la normalización pedagógica moderna, reemplazando la improvisación y el juicio propio del ejercicio autónomo de la enseñanza. También, estas escrituras, su difusión y discusión dan cuenta de la existencia de un debate pedagógico, impulsado por estos educacionistas —algunos de ellos con responsabilidades institucionales— que intervenían produciendo pedagogía y los separaba de la función de ejecutores destinada a las y los preceptores. Producían un saber técnico que cobraba especificidad respecto a los lineamientos políticos generales, convalidando así un modelo de sistema escolar —de larga duración— en el que se instalaba, por un lado, los especialistas que prescribían la acción escolar correcta y, por el otro, las y los docentes, de quienes se esperaba la aplicación de aquellas prescripciones.

          Esto nos permite dar cuenta de los largos procesos en los cuales hay que inscribir las transformaciones educativas, el carácter matizado de las decisiones y cambios; además, es factible visualizar las disputas por la hegemonía, no solo en las grandes decisiones de política educativa, sino en la concreción más cotidiana del trabajo pedagógico.

Las fuentes documentales permiten ver también algunos modos de resolución del trabajo cotidiano de las y los preceptores, donde se ve la influencia de los textos de guía e instrucciones ya citados. Por ejemplo, Bustamante Vismara cita el registro del preceptor de la Escuela del Estado de Pilar, que en su informe trimestral regular de 1853 presentó:

 

“una tabla dividida en tres clases con los nombres y apellido de sus alumnos, sus edades y el tiempo que estaban en el establecimiento. La segunda parte del informe estaba constituida por un listado pormenorizado de cada uno de sus alumnos en las distintas clases de estudio en las que se encontraba. En la tercera parte realizaba un análisis integral de la escuela: su funcionamiento cotidiano, el modo en que administraba la disciplina, el cumplimiento de las obligaciones, el desarrollo de los exámenes, la prohibición de juegos de toda clase y las correspondientes críticas al maestro particular de la zona”[55].

 

También presenta otro informe del preceptor de San Fernando que, además de los datos antes mencionados, agrega espacios en blanco con “Observaciones: capacidad, aplicación, premios, fallas, si ha salido y la causa”[56]. El tipo de información y la preocupación de registrarlos cambios que permitan hacer un seguimiento pedagógico contrasta con los informes elaborados en las décadas previas, ceñidos a aspectos del local escolar, su relación con las fuerzas públicas locales y el cumplimiento o no del imperativo de asistencia a la escuela.

          Si bien la uniformidad no era un rasgo destacable al promediar el siglo XIX, podemos afirmar que la enseñanza comprendía Doctrina Cristiana, Moral y Urbanidad, Lectura, Escritura, Elementos de Aritmética Comercial y Gramática Castellana o Idioma Nacional. En las escuelas de campaña y las de mujeres, en lugar de Aritmética Comercial se enseñaban las cuatro operaciones básicas y a las niñas “labores propias del sexo”. En algunas instituciones provinciales se agregaba la enseñanza de idiomas y, en algunas escuelas de campaña, Elementos de Agricultura. La duración de las clases era de 6 horas para varones, distribuidas en mañana y tarde, y de 7 horas para las niñas[57].

          A partir de 1850, se fueron vislumbrando modificaciones sobre las prácticas escolares prexistentes, lo que va de la mano con un crecimiento educacional en zonas que antes habían permanecido rezagadas, como Corrientes y Córdoba. Se seguía el método simultáneo —dado que había quedado atrás el lancasteriano— y se hacían distinciones dentro de cada grupo; por ejemplo, la clase de los que aprendían a leer y la clase de los que se iniciaban en la escritura; las divisiones no se hacían en función de la edad, sino del grado de logro de algunas ejercitaciones. La disposición física del aula era frontal y el pasaje de un nivel a otro podía darse a través de los mencionados exámenes públicos, aunque no había una norma taxativa al respecto. Se trataba de una dinámica de aula sin una estandarización y con escasa regularidad respecto a la promoción de un nivel a otro, evaluación o calendario.

          Las fuentes documentales dan cuenta de que los útiles escolares eran provistos por los Estados provinciales o municipales y, en ocasiones, aportados por vecinos. Para ilustrar esta política reproducimos la enumeración de útiles enviados para la inauguración de una escuela de San Isidro (provincia de Buenos Aires) en 1861, que contaría con 80 alumnos:

 

40 pizarras

35 tinteros

13 bancos usados de 6 niños

500 lápices

1 pizarra

 1 reloj de campana (Mar)

40 métodos g con viñetas

40 Id – sin id----

1 cuaderno de escritura (N A)

80 cuadernos en blanco

Para el archivo de la escuela:

1 Manual de Urbanidad

1 Instrucción Moral y Religiosa

1 Geografía de Smith

1 Astronomía pr id

1 libro de entradas

1 id. de registro diario

1 id. Trimestrales

Movimiento mensual

(in)forme trimestral[58]

 

            Diversos aspectos merecen nuestra atención en esta descripción. La provisión del reloj puede dar cuenta de un avance al planeamiento y distribución de tiempos, avanzando hacia una observancia que si bien estaba pautada en los reglamentos, su incumplimiento era registrado por visitadores y autoridades locales. En sintonía con eso, Bustamante registra pedidos de relojes por parte de quienes asumían la dirección de una escuela, dentro de los útiles escolares necesarios. Un ejemplo de ello es el pedido del preceptor Miranda, desde Bahía Blanca (provincia de Buenos Aires), por

 

“haber experimentado inconvenientes para la reunión de la juventud á una hora determinada, así como para su despacho y originándose de aquí un verdadero mal, suplico á U. tenga a bien ordenar la colocación de un reloj en este establecimiento”[59].

 

            Se destaca la presencia de los cuadernos en blanco, un objeto que registrábamos en la historia educacional del siglo XX, a partir de la décadas de 1920, con especial influencia del movimiento de la Escuela Nueva. No podemos afirmar que se tratara de un objeto generalizado ni —a partir de la escasa información con que contamos— qué usos tenía, pero su aparición en la fuente —en una cantidad igual al número de alumnas a las que se preveía— ameritaría estudios mayores sobre su uso y las prácticas que pudieron haberse desarrollado en torno a él. Un aspecto más que llama nuestra atención en esa fuente son los textos previstos para el “Archivo”, que hoy sería la biblioteca de la escuela. Para ella, se asignaron tanto libros de formación moral y religiosa, de uso frecuente desde décadas atrás, como algunos manuales más renovadores, vinculados a disciplinas escolares modernas. Asimismo, completaban los útiles algunos instrumentos de registro y sistematización de información para elevar a las autoridades. Regulación, individualización, formación moral y disciplinas escolares se desplegaban en esa descripción.

          La doctrina cristiana tuvo siempre un lugar destacado. Siguiendo los análisis de Endrek[60], para el caso de Córdoba, y Bustamante Vismara, para Buenos Aires, se suponía que el maestro debía acudir con sus alumnos a la iglesia los sábados, los días de fiesta y, en ocasiones, los jueves por la tarde. Los únicos que podrían haberse diferenciado de esa costumbre eran los maestros particulares —en especial, quienes enseñaban a extranjeros—, pero a partir de 1831 debieron contar con un ayudante para la enseñanza de la doctrina cristina, a lo que se sumaba el uso del catecismo de Astete.

          Así, el avance de la escolarización y su carácter público implicó un pasaje —lento y dispar— a segundo plano de los intereses y expresiones particulares y de la expansión de la regulación estatal acerca de lo necesario, lo posible y su carácter común y, por lo tanto, público. Paulatinamente, para la mayoría de la población de las ciudades, pasó a ser “natural” que las niñas, niños y jóvenes concurrieran a la escuela, al punto de que, en algunas décadas más, la propia institución escolar definiría los límites de la infancia.

 

6. Un debate sobre premios y castigos escolares

Dos colaboradores de Sarmiento fueron el ya mencionado Marcos Sastre y Juana Manso. Habían pertenecido al Salón Literario y la Asociación de Mayo, ámbitos de la generación romántica de 1837, lo que les valió el exilio durante el gobierno de Rosas. Juana Manso (1819-1875) fue escritora, traductora, periodista, maestra y precursora del feminismo en Argentina, Uruguay y Brasil; en 1840, se exilió en Montevideo, posteriormente en Brasil, y regresó a Buenos Aires en la década de 1850. A Manso se le encargó la enseñanza elemental y su paso por esa función contribuyó a plantear la necesidad de la coeducación —enseñanza conjunta para niños y niñas—, lo que generaba muchas polémicas en la época. También propugnaba la escolarización temprana de la primera infancia, en el formato que denominaba kindergarten. Manso estaba comprometida con el proyecto ilustrado de la educación popular; esto es, con la construcción republicana mediante la educación del conjunto de la ciudadanía. Su obra escrita propugnaba la educación pública, la construcción de un colectivo alfabetizado incluido en las instituciones republicanas y el progreso nacional[61].

          Manso se ocupó especialmente dela renovación de aspectos metodológicos, dada la necesidad de llevar adelante métodos graduales para mejorar la instrucción. En sus formulaciones, también cuestionó las muy frecuentes prácticas de memorización. Introdujo la necesidad de la formación en ejercicios físicos como parte de la jornada escolar y proponía educar a niñas y niños interpretando su naturaleza; para lograrlo, sugería dividir la enseñanza siguiendo cuatro periodos: el primero, de atención y observación; el segundo, de atención y comparación; el tercero, destinado a ejercitar la memoria y, en el último, a aplicar la imaginación[62].   

          Sarmiento reclamaba una firme autoridad del docente y, en esa preocupación, también expresaba límites a los castigos corporales, ya que si bien se había establecido su prohibición desde la Asamblea del año XIII, la repetida explicitación de la prohibición en distintas fuentes documentales hace pensar que se trataba aún de una práctica que persistía. En relación con la búsqueda de normalizar la educación, centralizar su control y uniformizar sus procedimientos, Sarmiento y Manso fundaron —para esas y otras tareas— la revista Anales de la Educación Común. Allí, en el espacio editorial del primer número, Sarmiento afirmaba:

 

“El Maestro de Escuela es por ley una autoridad en lo que respecta al régimen interior de la Escuela, y ejerce la patria potestad sobre los niños en la misma plenitud que el padre (…) Las escuelas no son repúblicas, sino gobiernos paternales, confiados en la discreción humana, y por lo tanto sugetas a las mil flaquezas de nuestra condición.(…) En tesis general el maestro tiene razón, como el padre tiene razón, sobre sus hijos que no tiene derecho ante su padre ni ante su maestro, salvo en el caso de lesión de miembro y otros que la ley señala”[63].

 

La vinculación entre castigos y enseñanza tuvo, como decíamos, una significativa perdurabilidad y tardó mucho en ser desarticulada. Asimismo, las denuncias de padres y autoridades respecto a los abusos eran esporádicas y escasas, lo que da cuenta de cierta anuencia social. En procura de disminuir esa práctica se recomendó llevar un registro de los desplazamientos de niños, así como los premios y castigos recibidos, y así lo indicaban las instrucciones dirigidas a las escuelas.

También hay muestra de la perdurabilidad de medidas que Sarmiento había tomado con anterioridad, en reglamentos para instituciones que contribuyó a crear en San Juan, entre 1818 y 1839. En sus “Constitusiones” (sic) para el Colegio de Señoritas establecía los siguientes aspectos, entre varios otros:

 

“Las pensionistas á fin de evitar los zelos y envidia que inspira(n) la desigualdad de medios y darlos sentimientos de fraternidad y benevolencia universal, llevaran un trage que constara de calzon blanco hasta el zapato, vestido sencillo igualmente blanco, de poco ruedo (a media pierna) con manga angosta y media manga, cinturón lacre, largo, cayendo sus dos puntas por la parte de adelante. (…) Cosas prohibidas a las pensionistas: Leer libro alguno sin conocimiento de la señora Rectora ó del Director. Recibir esquelas (de) su familia sin veña de la Sra. Rectora (…) Todo juego de manos. Todo tratamiento familiar (…) Contar en sus casas los castigos dados en el Colegio u otras ocurrencias que puedan traer desdoro al Colegio”[64].

 

          La prohibición de “contar en sus casas los castigos” vinculada a que llevaría “desdoro” al colegio da cuenta de que los castigos existían tanto como el reconocimiento de que eran cuestionables. En consonancia con ello, Sarmiento, como jefe del Departamento de Escuelas, mantuvo una actitud favorable al uso moderado de los castigos corporales, lo que era compatible con su visión: había que civilizar a la población a través de la educación y, al ser previsible que existiera oposición de los niños (“la barbarie”), no había que descartar el castigarlos físicamente. Esta perspectiva se relacionaba con su rechazo parcial a los esquemas utilitaristas de incentivos en forma de premios, a lo que se agregaba su teoría de la patria potestad docente: los padres delegaban su paternidad en las maestras y maestros, y puesto que los padres tenían derecho a castigar físicamente a sus hijos, el mismo derecho tenían las maestras y maestros. Así, Sarmiento contravenía la opinión de Sastre y Manso, quienes eran absolutamente contrarios a los castigos físicos.

          A continuación, citamos registros de decisiones y discusiones sobre la entrega de premios, sus sentidos y modalidades. Sastre, Sarmiento y Manso eran contrarios a la entrega de premios, a la que caracterizaban como una práctica utilitarista, generadora de sentimientos negativos y contraria al compromiso moral y superior con las luces del saber. Niños y niñas debían estudiar por amor al trabajo y a la virtud en lugar de ser estimulados por la recompensa inmediata de la medalla. Sin embargo, tanto Sastre como Sarmiento tuvieron posiciones eclécticas sobre estos puntos:

 

“(…) Deseando con este fin ver e inspeccionar por si mismos el estado de la escuela parroquial su metodo de enseñansa, la contraccion y capacidad del profesor que la dirije y el estado de adelanto en que se hallan sus alumnos, para poder formar un juicio acertado y transmitirlo al conocimiento de la Municipalidad, han visitado repetidas veces otra escuela inspeccionando sus travajos e interrogado a sus alumnos. Los infrascriptos miembros de la comision parroquial de educacion y el señor municipal Dn Juan Eastman se han tomado el travajo essaminar por si mismos con la mayor contraccion e interés a todos los niños y para adjudicar con justicia e imparcialidad los premios (…). bastaria saver que el primero y unico premio de oro lo ha adjudicado a un niño e color de una pobre morena planchadora y que a mas de este hai dos morenitos mas tambien premiados a pesar que los niños de color son mui en minoria en dicha escuela. (…) Esto nos augura en adelante que la publicidad de estos actos fomentarán la emulacion en los niños y el deseo de parecer ante la sociedad con distintivo tan honorifico trataran bienes inmensos pa la moralidad y educacion de nuestra juventud”[65].

 

          La práctica de la premiación estaba generalizada también en las demás provincias. Un ejemplo de ello podemos encontrarlo en Salta, donde se establecieron, por decreto del 24 de septiembre de 1836, 4 tipos de premios para los resultados de los exámenes públicos: premios a la aplicación ya la moral (para ambos se otorgaban medallas, libros o distintivos); a la industria, cuando se presentaran obras originales (lo que se premiaba con la obtención del trabajo), y a la piedad filial (premio en dinero para aliviar a familias pobres)[66].

          Sarmiento cuestionaba la entrega de medallas que hacía la Sociedad de Beneficencia y planteaba que, en su lugar, debían distribuirse libros y útiles. Sin embargo, tal como lo testimonian los documentos, aunque el director de escuelas dispuso la suspensión de la entrega de premios, esta práctica tuvo continuidad, dado su grado de afianzamiento, su popularidad y peso simbólico como evento social. Las premiaciones se mantuvieron a la par que circulaban preceptos que incluían pensamientos ligados a la virtud y el amor al estudio.

 

7. El trabajo de enseñar: de la espontaneidad a la regulación

En el comienzo del periodo independentista, el trabajo de la enseñanza lo realizaban personas que entendían que estaban en condiciones de hacerlo, porque tenían un saber suficiente para ocupar ese rol, y se trataba mayormente de un ejercicio privado, que se desempeñaba con frecuencia en escuelas también privadas. Así, las escuelas se organizaban en torno a una persona, que ocupaba el lugar de maestra o maestro y cuya tarea tenía muy escasa regulación. Inicialmente, ese ejercicio era posible de ser desempeñado por reconocimiento social y, de forma paulatina, por autorización de los cabildos. Por ejemplo, el cabildo de Corrientes habilitó a uno o dos maestros en 1812, 1819 y 1820, otorgándoles títulos de Maestros a través de su designación y concediéndoles “todas las distinciones que merece el empleo y la exención del servicio militar”[67]. El mismo ejercicio, en mayor o menor número, se hacía en las demás provincias. A partir de la década de 1820, como se ha reseñado en las páginas previas, fueron surgiendo normativas parciales que tuvieron alguna incidencia sobre el trabajo de enseñar, por lo que no podemos hablar de una regulación sistemática ni tampoco de una ausencia total de ella.

          Las fuentes registran, también, directivas dadas por los visitadores, siendo estos inspectores designados o integrantes de las comisiones vecinales, protectoras o de inspección. Asimismo, los archivos conservan una cuantiosa correspondencia que da cuenta de la falta de mecanismos regulares, ya que todo lo que tuviera que ver con la vida cotidiana de la escuela debía solicitarse específicamente y a criterio del interlocutor: creación de escuelas, edificaciones, provisión de útiles, mejoramiento del local, intermediación en las relaciones entre las y los integrantes de las juntas, desplazamiento de docente a otras escuelas, entre otras cosas, debían pedirse expresamente más que resultar de previsiones normativas generales para el funcionamiento escolar.

            Un análisis similar puede hacerse respecto a la formación de quienes se desempeñaban enseñando. Por un lado, las fuentes documentales muestran una referencia aleatoria entre maestra o maestro y preceptora o preceptor sin una delimitación clara de las implicancias de una u otra denominación. Como hemos reseñado, hubo algunos atisbos de escuelas normales para la formación docente de la Sociedad de Beneficencia y como iniciativa fiscal en varias provincias. Algunas de ellas no prosperaron más allá de enunciada la intención (la apertura, cierre y reapertura de escuelas era una práctica muy frecuente). Algunas tuvieron una perdurabilidad mayor, pero no tenemos un detalle pormenorizado del impacto que tuvieron respecto a la formación, de la cantidad de graduadas y graduados y del resultado respecto a su incidencia en el sistema escolar. También se aplicó la capacitación de maestros, puntualmente, en el uso del método Lancaster y la confianza en la efectividad del uso de las cartillas. Por ello, el siglo XIX puede considerarse un largo proceso de avance en el sentido de lo que, posteriormente, será la constitución de una política de profesionalización docente. Lo que la información relevada permite decir es que la regulación parece haber comenzado antes de lo que creíamos —asociada a la maquinaria desplegada por el normalismo—: desde el momento mismo en que los protosistemas educativos comenzaban embrionariamente a desplegarse en el marco de sus disputas territoriales, con la autoridad central, con el enemigo externo, etc.

          Respecto a la presencia clerical entre el gremio docente —aspecto con el que también estábamos habituados a pensar el temprano siglo XIX—, hay distintas perspectivas para diferentes jurisdicciones. Ascolani sostiene que las escuelas de la campaña de Santa Fe funcionaban en anexos de las iglesias, siendo los sacerdotes los que se ocupaban de la enseñanza en la mayoría de los casos[68]. Para la campaña bonaerense, Bustamante Vismara indica que, entre 1790 y 1861, solo el 7% de los preceptores habrían sido sacerdotes o tendrían una estrecha vinculación con la Iglesia[69].

          Algunas provincias avanzaron en un mayor grado de institucionalización de la regulación del trabajo docente, aunque el estado de guerra permanente también generaba marchas y contramarchas. En torno a la década de 1840, la designación de preceptores pasó a darse mayormente a través de examinaciones. La provincia de Entre Ríos desarrolló un reglamento que tenía prescripciones sobre el comportamiento de maestras y maestros. Sus nombramientos, así como los delos ayudantes, se hacían por examen o por concurso ante comisiones inspectoras, con el inspector general como examinador, exigiéndose como requisitos indispensables la profesión de la fe católica, buenas costumbres, buen carácter e instrucción suficiente. No constituía un defecto no poseer muy buena letra —si era clara y el o la docente sabía advertir los defectos caligráficos— o no poseer buena ortografía —si era capaz de ayudarse con diccionario—. A las maestras se les exigía que fuesen buenas costureras y muy prácticas en labores. Las principales exigencias a las maestras, maestros y ayudantes eran: puntualidad, dedicación y asistencia constante, debiéndose guiar por la regla de “que todo lo relativo a su profesión, que pueda hacerse fuera de las horas de escuela, no lo hagan dentro de ella y no hagan en la Escuela nada que no sea dirigir o enseñar sus discípulos”[70]. Los preceptores debían llevar

 

“un libro de contabilidad, registro de calificaciones y matrículas, lista alfabética de los alumnos, lista nominal de todas las secciones, cuadro impreso según modelo de las diversas secciones en que se dividía la enseñanza, empleos y nombres de los alumnos, estados demostrativos que se harían el 1 de junio y en los primeros días de diciembre, después de los exámenes”[71].

 

Cada estudiante abonaba 8 reales mensuales, a excepción de aquellos que fueran pobres, a los que las autoridades certificaban de tal circunstancia y se les costeaba la escolarización. La cobranza de las mensualidades era hecha por los maestros, a quienes les correspondía el 8% de su producto. Los alumnos de la campaña que no pudiesen concurrir diariamente a las escuelas por la distancia serían tomados como pupilos en la casa del preceptor, a quien pagarían en dinero o en especies[72].

          Sobre la cuestión del pago a preceptores, el reglamento escolar de 1857 estableció para Buenos Aires que alumnas y alumnos pudientes pagaran por su educación y que los preceptores podían percibir toda clase de bonificaciones de los progenitores. Además, determinaba que las y los docentes podían dar clases particulares fuera del horario escolar. Sin embargo, la cuestión del financiamiento y la intervención de particulares en ella provocó que comenzaran a hacerse diferenciaciones a favor de ciertos y ciertas infantes. Las disparidades que esas situaciones generaban hicieron que las autoridades municipales intervinieran y ordenaran a las y los docentes dar igualdad de trato, como se observa en el siguiente ejemplo:

 

“La Comision de educacion encarga á U. espida las disposiciones necesarias á fin de que las horas de asistencia y permanencia en la escuela, sean las mismas para los alumnos pagos é impagos sin poder los maestros en ninguna forma establecer diferencia alguna entre ellos. (…) Ese Departto recomendará vivamente á los Preceptores dediquen igual enseñanza y atencion a todos sus discipulos, pues cualquiera que sea la diferencia que la suerte haya colocado entre ellos deben gozar de la misma predileccion de los que velan pr el cultivo de la inteligencia y de su corazon. (…) Puede decirse, señor, que el destino de la nueva generacion les esta confiado en gran parte, y esa influencia sera tanto mas decisiva en cuanto comprendan mejor la misión de formar hombres virtuosos e ilustrados”[73].

 

          La práctica del pago y la ausencia de él dentro de un mismo grupo, la aceptación de ello y la intervención pública para que se enseñara lo mismo a quienes pagaban y quienes no, es parte de esta etapa más embrionaria, pero que va a modificarse hacia fines del siglo XIX con la consolidación del sistema educativo y la financiación y control por parte del Estado. En esa nueva etapa, se incrementará la mirada moral sobre la cuestión del pago del trabajo docente que afianzaría el carácter abnegado de su tarea, postergando el valor salarial tras una mayor importancia de la función vocacional y la imposibilidad de recibir pagos de las familias. Este fue un paso central en la posterior “desparticularización” del sistema escolar.

          La búsqueda de preceptores, la autorización y el seguimiento de su trabajo se enunciaban desde una alta exigencia; sin embargo, en el plano más concreto, las aptitudes que se esperaban de ellos residían básicamente en su conducta moral, su comportamiento social y un somero manejo de los conocimientos que debieran brindarse. Tomemos, como ejemplo, el informe que firmaba Rufino Sánchez, un maestro que participó, con gran asiduidad, en exámenes e inspecciones:

 

“Con respecto a lo formal, en lo q-e se presentó más expedito fue en el conocimiento del valor de las letras; pero en lo demas bastante limitado. (…) No es gramático en idioma alguno. Tiene principios de aritmética pero olvidados(…); sin embargo, como este joven no ha tenido tiempo (según dice) para prepararse, y p-r sus enfermedades anteriores hace medio año que no versa material alguna de instrucción; como asimismo por la viveza, q-e se advierte en penetrar las conversaciones apenas se le apuntan, creo q-e si se aplica en los sucesivo promete mucho mas lisonjeras esperanzas que (otro postulante que también obtuvo el cargo) examinado también por mi el mes pasado y menos apto que el presente”[74].

 

Los archivos conservan numerosas situaciones de reclamos, llamados de atención y pedidos de sanción a distintos preceptores, así como cartas de estos contando sus pesares y las dificultades del trabajo. Habitualmente, las acusaciones del juez de paz o del sacerdote (integrantes de las Juntas Protectoras de Educación) o de la junta en pleno tenían que ver con haber encontrado al preceptor en condiciones de ebriedad en situaciones públicas o haber participado en pleitos. Como se ha mencionado, ante esos conflictos se optaba, con frecuencia, por trasladarlo a otro poblado. También, en ocasiones, se le efectuaban acusaciones en el sentido del atraso mostrado por sus estudiantes:

 

“En rigor ningún premio debería adjudicarse á esta escuela, cuyos exámenes no han hecho sino mostrar el estado de atraso de sus alumnos, sobre lo que nos permitimos dar cuenta y llamar la correspondiente atención, para que se estudie y se remueva la causa de tan deplorable situación, y para que en adelante corresponda esta escuela á las nobles y justas exigencias del gobierno y de la Patria. No seria justo hacer inculpaciones al preceptor de esta escuela, cuyos conocimientos y aptitud para la enseñanza son notorios y comprobados por su larga vida consagrada á tan alta misión. (…) En esta escuela se enseña por el método de enseñanza mutua, y bajo ese sistema se educan alli ciento ocho niños, de cuyo número solo han concurrido en los dos días del examen, sesenta y seis, que ha sido todos examinados. Los ramos de enseñanza que únicamente conocen, son lectura, escritura, aritmética, y doctrina cristiana. (…) En estos niños nada hay notable que pudiera premiarse pero el infrascrito habría deseado hacerlo con el mas adelantado entre ellos, no obstante que están comenzando á conocer las letras, por que el premio de la manera distinguida que vá á adjudicarse, es un estimulo que vale mucho en la juventud, y que esta la recibe con entusiasmo”[75].

           

          También se encuentran entre las fuentes documentales las quejas por los bajos salarios, por su irregular pago, por la necesidad de su equivalencia entre hombres y mujeres, y la equiparación entre ayudantes, preceptores, maestras y maestros[76].          

          Otro factor a destacar es que, en la década de 1850, ya no se exigía para enseñar que los preceptores fueran nativos ni que se controlaran los aspectos religiosos. Aunque la enseñanza de la religión estaba extendida en las diferentes modalidades, en las escuelas particulares su enseñanza había pasado a ser optativa y, en general, impartida por pedido de las familias.

          En 1852, se aprobó la creación de una Escuela Normal para la formación de preceptores varones y se designó a Marcos Sastre para dirigirla. Si bien Sastre la había puesto en funcionamiento, en 1856 la institución se cerró. Los motivos que han dado los autores han sido las desavenencias entre Buenos Aires y la confederación[77], y también que Sarmiento quiso su cierre porque observaba que en Buenos Aires había una gran cantidad de inmigrantes —especialmente italianos y españoles— con alguna experiencia docente que habían solicitado un puesto de maestro en el departamento, por lo que era más eficiente contratarlos mientras existiera esa oferta[78]. En su carta de renuncia, Sastre habla de la insurrección de su subdirector, que no reconocía su autoridad[79]. Debe decirse también que Sarmiento había sido en Chile director de la Escuela Normal de Varones y tenía el diagnóstico de que los varones, en general, no se dedicaban a la docencia al graduarse. Por ese motivo impulsó fuertemente la integración de mujeres en las Escuelas Normales, y destinar a ellas mayoritariamente las becas. De hecho, recomendaba la contratación de mujeres para el cargo de maestra, como modo de abaratar los costos y mejorar el aprovechamiento de las subvenciones nacionales para el sostenimiento de la educación primaria. Así, afirmaba:

 

“Creemos importante (...) estudiar los resultados económicos que ofrece la introducción de mujeres en la enseñanza pública…Las proporciones en que están los salarios de hombres y mujeres, y el número que se emplea de cada sexo, muestran el partido que puede sacarse preparando a las mujeres para dedicarse con ventaja del público a la enseñanza primaria (…) La educación de las mujeres es un tema favorito de todos los filántropos; pero la educación de mujeres para la noble profesión de la enseñanza es cuestión de industria y economía. La educación pública se haría con su auxilio mas barata”[80].

 

          Estas intenciones confluían con la preocupación de Juana Manso de integrar a las mujeres a la formación postprimaria y a la vida laboral. Manso puso en agenda, tempranamente, aspectos que se instalaron como tareas pendientes y fueron tomando forma años después: la necesidad de profesionalizar y regular el trabajo docente a través del establecimiento de una carrera en la que se ascendiera, con tiempo de formación, descanso y vacaciones; la necesidad de la educación física y la creación artística con centralidad en la formación; la escolarización desde la primera infancia a través del kindergarten y, muy especialmente, su exigencia de la coeducación: la escolarización conjunta de niñas y niños para el aprendizaje de los mismos saberes. En 1874, Manso preparó para la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires un proyecto de Ley Orgánica de la Enseñanza Común en la que solicitaba la formación en el profesionalismo, sueldos adecuados que se incrementaran con el tiempo, apelaciones a las designaciones y vacaciones largas para evitar la fatiga. Fue una de las bases de la ley de educación que esa provincia aprobó en 1875.

 

8. Líneas para concluir

La posterior apelación al docente, en tanto profesión de Estado, supuso una paulatina reflexión sobre los saberes y comportamientos requeridos, que implicó la sustitución de un cuerpo de enseñantes espontáneos por otro al que se le exigía una formación especializada. En la naciente Argentina, hasta 1870, la tarea de la enseñanza la realizaban personas sin formación específica que poseían ciertos conocimientos, a diferencia del resto de la población. Se trataba de una tarea espontánea con escasa regulación y supervisión por parte del Estado (una entidad también en formación). Promediando el sigo XIX, las autoridades locales intentaron ordenar, prescribir y vigilar la acción de maestras y maestros, preceptores y ayudantes.

          Las guerras por la independencia, la crisis económica, la confrontación interna, entre otros aspectos, configuraron un escenario difícil. La organización de formas de instrucción —diversas, en simultáneo, atendiendo a poblaciones acotadas— era concurrente con la formación del Estado y se fue dando, en buena medida, a través de la creación de un conjunto de instituciones, normas y un incipiente aparato burocrático. Sin embargo, el camino seguido por la expansión escolar no fue un sendero unidireccional de progreso, sino que contuvo marchas y contramarchas, con posiciones y medidas contrastantes. Poner el lente sobre la concreción institucional y cotidiana de las directrices y las decisiones de gobierno muestra las traducciones, mutaciones y apropiaciones que las instituciones, cada comunidad y cada agente fueron haciendo de los direccionamientos generales.

          En esta conformación se fue produciendo, lentamente, una construcción de formas estatales embrionarias que tomaron parte de las funciones vinculadas a la cultura y la formación, las que habían sido desempeñadas por la Iglesia católica y sus distintas órdenes e instituciones. Por ello, también, esta escolarización no se produjo sin conflictos, sino en una lucha por la hegemonía que permanecerá activa durante 2 siglos. La difusión de la escuela y los avances regulatorios del incipiente Estado tendrán como contraparte ciertos desplazamientos —aunque en ciertas etapas, también, la asociación— con la Iglesia católica, que había desempeñado en el mundo colonial el papel de fuerza educadora por excelencia. Así, la consolidación de la escolarización y su carácter público implicaron un pasaje —lento y dispar— a segundo plano de los intereses y expresiones particulares, y la expansión de la regulación estatal acerca de lo necesario, lo posible y su carácter común y, por lo tanto, público.

Como señalamos, el establecimiento de determinadas coordenadas que enmarcaran el trabajo de enseñar acompañó la conformación del Estado y los procesos sociales que fueron desplegando. Es muy usual analizar nuestro sistema educativo y, dentro de él, el trabajo de enseñar partiendo de las últimas décadas del siglo XIX. Sin embargo, hemos querido mostrar cómo los primeros intentos por construir un cuerpo de docentes para la expansión de la educación fueron madurando durante dicho siglo, aspecto que requerirá seguir sumando información en futuros trabajos. Todo lo producido durante esa etapa generará las condiciones para desarrollar mayores formas de institucionalidad en la transición entre el siglo XIX y el XX.

 

Referencias

Fuentes primarias

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Nota vecinal al presidente de la Comisión de Instrucción Pública de Buenos Aires, 6 de julio de 1857. Archivo Histórico de la Ciudad.

Nota vecinal al presidente de la Comisión de Instrucción Pública de Buenos Aires, 7 de julio de 1857. Archivo Histórico de la Ciudad.

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[1] El territorio de las Provincias Unidas del Río de La Plata sostuvo, entre mayo de 1810 y 1820, las guerras por la independencia de la Corona española. Desde ese momento y hasta avanzadas la década de 1860, ese territorio experimentó un periodo signado por las guerras de la Independencia, confrontaciones con algunos países limítrofes y guerras civiles que disputaban el modo en que debía constituirse el Estado, la nación y el gobierno del nuevo país. En ese escenario el amplio territorio se dividía en regiones a cuyo frente se encontraban dirigentes políticos criollos —en algunos casos caudillos— que litigaban la hegemonía política y desarrollaban formas embrionarias de Estados provinciales con desigual grado de desarrollo. Esta compleja situación sociopolítica se prolongó hasta las últimas décadas del siglo XIX, momento en el cual se establece un modelo estatal centralizado en el puerto y la ciudad de Buenos Aires, y a través de la forma representativa de la república.

[2] Gregorio Weinberg, Modelos educativos en la historia de América Latina (Buenos Aires: UNESCO, CEPAL, 1995), 89.

[3] Weinberg, Modelos educativos.

[4] Alejandra Birgin, El trabajo de enseñar. Entre la vocación y el mercado (Buenos Aires: Troquel, 1999).

[5] Alberto Martínez Boom, “Escuela y escolarización. Del acontecimiento al dispositivo”, en Escuela pública y maestro en América Latina: historias de un acontecimiento. Siglos XVIII-XIX, Martínez Boom y Bustamante Vismara eds. (Buenos Aires: Prometeo Ediciones, 2014), 28.

[6] Martínez Boom, “Escuela y escolarización”, 33.

[7] Martínez Boom, “Escuela y escolarización”,35.

[8] Martínez Boom, “Escuela y escolarización”,22-23.

[9] Retomando lo que plantean Müller, Ringer y Simon, el proceso de sistematización describe una serie de fases por las cuales instituciones educativas no estatales o paraestatales, heterogéneas y dispersas, son articuladas por la intervención del Estado, vueltas homogéneas y subsumidas en un aparato legal burocrático. La sistematización se alcanza cuando se completan y perfeccionan sus instituciones y se desarrollan cuerpos ideológicos que fundamentan su existencia a través de la pedagogía. De acuerdo con Oszlak, una de las condiciones de la “estatidad” (es decir, de las condiciones que hacen de un conjunto de instituciones de dominación un Estado) reside en la existencia de un sistema que permita la internalización de valores comunes, de configuración de la subjetividad y de producción de identidades colectivas. Véase Detlef K. Müller, Fritz Ringer y Brian Simon, El desarrollo del sistema educativo moderno: cambio estructural y reproducción social 1870-1920(Madrid: MTSS, 1992); Oscar Oszlak, La formación del Estado argentino (Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1985).

[10] Esta denominación se la debemos a Adriana Puiggrós en alusión a esbozos de sistemas educativos locales, de pequeña escala y, en ocasiones, de una perdurabilidad reducida. Véase Adriana Puiggrós, Historia de la educación en Argentina. Tomo I. Sujetos, disciplina y curriculum (Buenos Aires: Galerna, 1991).

[11] Eda Gelmi caracteriza así el intercambio cultural en espacios de socialización: “Entre la educación personalizada y la ‘presentación en sociedad’, los espacios colectivizados de tertulias, clubes y asociaciones representaban el escenario de la socialización, en tiempos que la circulación de libros no solo estaba signada por lo que la Iglesia permitía leer, sino también por las posibilidades de obtención y circulación de los materiales escritos, escuchar una lectura era un acontecimiento social y el debate de las lecturas era un preludio de acuerdos o escisiones entre posiciones de lealtades, fundamentos políticos, demandas económicas, peticiones de mano y saberes sobre lo último en moda de la corte en España. (…) las grandes casonas abrían las puertas de sus salones convocando a intelectuales, políticos, hombres de negocios, banqueros, aventureros y nobles curiosos para construir 'tiempos' de circulación de nuevos saberes. La institucionalización de club y sociedades, definidos como ‘amigos’, daba un barniz de encuentros sociales festivos lo que eran verdaderas tribunas de debates revolucionarios”. Véase Eda Gelmi, “La transición de los tiempos de la Colonia a la génesis de país. Prácticas y propuestas educativas: El Salón Literario de la Generación del 37”, en Historia de la educación argentina: del discurso fundante a los imaginarios reformistas contemporáneos, comps. Silvia Roitenburd y Juan Pablo Abratte (Córdoba: Brujas, 2010), 44.

[12] Esa institución se creó siguiendo el modelo de universidad napoleónica, donde todo el sistema educativo se organiza con miras al acceso a los estudios universitarios. Dado que la universidad iba a ser la que condujera las escuelas, podía fijar un currículum orientado hacia los saberes necesarios para los estudios universitarios. Por ello, la educación secundaria tenía una función preparatoria, en tanto que la primaria asumía que se debía a la enseñanza de las primeras letras, cálculo y conocimientos elementales.

[13] José Bustamante Vismara, Las escuelas de primeras letras en la campaña de Buenos Aires (1800-1860) (La Plata: Publicaciones del Archivo Histórico, 2007). Lucía Lionetti, “Las escuelas de primeras letras en la cartografía social de la campaña bonaerense en la primera mitad del siglo XIX”, Olhar de Professor 15, nro. 1 (2012): 19-31

[14] Antonio Portnoy, La instrucción primaria desde 1810 hasta la sanción de la ley 1420 (Buenos Aires: Talleres Gráficos del Consejo Nacional de Educación, 1937). Antonino Salvadores, La instrucción primaria desde 1810 hasta la sanción de la ley 1420 (Buenos Aires: Talleres Gráficos del Consejo Nacional de Educación, 1941). Carlos Newland, Buenos Aires no es pampa. La educación elemental porteña (1820-1860) (Buenos Aires: GEL, 1991).

[15] Portnoy, La instrucción primaria, 68.

[16] Reglamento “Artículos de observancia para el muy noble e ilustre Cabildo”, 11 de diciembre de 1821, Registro Oficial de la Provincia de Santa Fe.

[17] López organizó un sistema escolar elevando de 5 a 13 el total de establecimientos educacionales en la provincia, para una población que alcanzó los 10.000 habitantes. Creó escuelas de primeras letras para varones y niñas (para ellas, se dictaba Cálculo, Primeras Letras, Costura, Moral y Buenas Costumbres, Doctrina Cristiana); institutos de nivel medio para varones solamente, y escuelas especiales o de oficios para varones, donde se enseñaba artes mecánicas (Carpintería, Herrería, Relojería y Escuela de Pintura).

[18] Decreto del 26 de abril de 1826 citado por Portnoy, La instrucción primaria, 82.

[19] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II (1910), 262.

[20] Era una organización política basada en la reunión de provincias autónomas, las que delegaban algunas de sus atribuciones en un nivel presidencial o, excepcionalmente, una provincia reconocida como cabecera de dicha confederación.

[21] Adrián Ascolani, “Estanislao López y el sistema educativo santafesino (1818-1838)”, en Historia de la educación en la Argentina, de E. Ossanna y A. Ascolani (Rosario: Universidad Nacional de Rosario, 1991).

[22] AHPBA, Reglamento para Juntas Protectoras de las Escuelas de Primeras Letras, AGN Sala X-6-1-1.

[23] Lionetti, “Las escuelas”.

[24] Héctor R. Cucuzza, “Leer y rezar en la Buenos Aires aldeana”, en Para una historia de la enseñanza de la lectura y la escritura en la Argentina. Del catecismo colonial a La razón de mi vida, dir. H. R. Cucuzza y P. Pineau (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2002), 68.

[25] Cucuzza, “Leer y rezar”.

[26] Cucuzza, “Leer y rezar”.

[27] Recordemos que el método lancasteriano fue impulsado por el cuáquero escocés Joseph Lancaster, que se basaba en identificar alumnos avanzados para que pasaran a ser monitores y así, munidos de cartillas preparadas en ese modelo, enseñaran a otros alumnos menos aventajados. El método alcanzó una gran difusión en América Latina, donde se lo interpretaba como una buena solución para un territorio que contaba con pocos maestros formados y una muy pequeña infraestructura escolar. Para un análisis minucioso, véase Joseph Lancaster, Mejoras en la educación las clases industriosas de la comunidad (Madrid: Morata, Sociedad Española de Historia de la Educación, 2019).

[28] Mariano Narodowski, “La expansión del sistema lancasteriano en Iberoamérica. El caso de Buenos Aires”, en Anuario del Instituto de Estudios Histórico Sociales nro. 9 (Buenos Aires: UNICEN, 1994).

[29] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II.

[30] Newland, Buenos Aires no es pampa.

[31] Narodowski, “La expansión".

[32] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II, 129.

[33] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II, 276.

[34] Ascolani, “Estanislao López”.

[35] Bustamante Vismara, Las escuelas.

[36] En las elementales se enseñaría “por lo menos lectura y escritura del idioma patrio, doctrina y moral cristiana y elementos de aritmética práctica. En las normales á más de los ramos designados, se dará mayor ensanche á la instrucción religiosa, comprendiendo el dogma y los fundamentos de la fe, se enseñará gramática castellana, retórica epistolar, reglas de urbanidad y de declamación, historia, geografía y cronología, matemática, física y mecánica, dibujo lineal, historia de América y en especial de la República Argentina, teneduría de libros, elementos de agricultura, vacunación, pedagogía teórica y práctica y la constitución del Estado”. Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II, 179.

[37] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II, 179.

[38] El gobierno de Rosas (1829-1852) significó una retracción de las posiciones liberales de comienzos del siglo XIX, con elementos conservadores y populares, y en el terreno educativo, un retroceso del compromiso estatal para garantizar un sistema de instrucción pública y un reposicionamiento de la Iglesia católica en la administración de la escolaridad.

[39] En 1871, se sancionó la Ley de Subvenciones Nacionales (Ley Nº 463), que autorizaba el financiamiento nacional de la instrucción pública de las provincias. Esta misma norma establecía la creación de Comisiones Provinciales, con la función de administrar los recursos girados, y determinaba la acción de inspectores nacionales en provincias dependientes de estas comisiones. Aquella distribución de responsabilidades entre la nación y las provincias cobró, entonces, presencia efectiva y fue el marco para una significativa transferencia de fondos.

[40] Nota vecinal al presidente de la Comisión de Instrucción Pública de Buenos Aires, 6 de julio de 1857. Archivo Histórico de la Ciudad.

[41] Carta dirigida a la Comisión Municipal de Educación de Buenos Aires, 30 de junio de 1857. Archivo Histórico de la Ciudad.

[42] Carlos Newland, “El desarrollo de la educación elemental en Buenos Aires 1852-1862”, en Escuela pública y maestro en América Latina: historias de un acontecimiento, Siglos XVIII-XIX, eds. Martínez Boom y Bustamante Vismara (Buenos Aires: Prometeo Ediciones, 2014), 296.

[43] AHPBA, Dirección General de Escuelas, legajos 17 y 18, carpeta 1940.

[44] Newland, “El desarrollo", 297.

[45] Dirección General de Escuelas, “Reglamento de Enseñanza Mutua”, Libro para las comunicaciones de gobierno,1826.

[46] Archivo Histórico de Entre Ríos, División Gobierno, serie 6, carpeta 6, legajo 1849-1850, Leyes y Decretos, f.147.

[47] Manual para las escuelas elementales de niñas, o resumen de enseñanza mutua aplicada a la lectura, escritura, cálculo y costura de Mme. Quignon. Traducido del francés al idioma español por la Señora Doña Isabel Casamayor de Luca, secretaria de las Sociedad de Beneficencia (Buenos Aires: Imprenta de Expósitos, 1823).

[48] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II, 600.

[49] Nota del Departamento de Escuelas al vicepresidente de la Municipalidad Buenos Ayres, 13 de diciembre de1861.

[50] Nota vecinal (sobre exámenes y libros) a la Comisión de Instrucción Pública de Buenos Aires, 1857. S/d. Archivo Histórico de la Ciudad.

[51] Weinberg, Modelos educativos.

[52] Sastre era un educador católico involucrado en modelar distintos aspectos de la vida escolar. Sus textos tenían mucha presencia en las escuelas, fundamentalmente la Guía del preceptor y el método de lectura Anagnosia, que publicó en Santa Fe, en 1849. Había sido vicedirector del Colegio Republicano Federal de Buenos Aires entre 1844 y 1846, inspector escolar en la provincia de Entre Ríos y director de escuelas de esa región durante el gobierno de Justo J. Urquiza.

[53] Esteban Echeverría, Manual de moral para las escuelas primarias (Buenos Aires: Editorial de la Caridad, 1846), 1-2. Este libro fue publicado inicialmente en su exilio montevideano, pero luego se extendió su uso al actual territorio argentino.

[54] En esos desarrollos innovadores intervino también Amadeo Jacques, con su edición de 1865 de Pequeña biblioteca de educación, al uso de los preceptores, profesores y alumnos. Jacques, de origen francés, trabajó en las provincias de Entre Ríos, Santa Fe, Santiago del Estero, Tucumán y, finalmente, Buenos Aires.

[55] Bustamante Vismara, Las escuelas, 85.

[56] Bustamante Vismara, Las escuelas,85.

[57] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo II.

[58] Bustamante Vismara, Las escuelas,153.

[59] Bustamante Vismara, Las escuelas,154.

[60] Emiliano Endrek, Escuela, sociedad y finanzas en una autonomía provincial: Córdoba, 1820-1829(Córdoba: JPHC, 1994).

[61] Myriam Southwell, “Juana P. Manso (1819-1875)”, en Prospects 35 (Ginebra: OIE, UNESCO, 2005), 117-132. DOI: https://doi.org/10.1007/s11125-005-6821-0.

 

[62] Southwell, “Juana P. Manso”.

[63] Domingo F. Sarmiento, “Editorial”, Anales de la Educación Común I, nro. 1 (noviembre,1858): 14-15.

[64] Domingo F. Sarmiento, “Constitusiones”, citado en Ricardo Levene, “Sarmiento, sociólogo de la realidad Americana y Argentina”, Revista Humanidades XXVI (La Plata: UNLP, 1938):122.

[65] Nota vecinal dirigida a la Comisión Municipal de Educación de Buenos Aires, 30 de junio de 1857.

[66] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo III, 595.

[67] Consejo Nacional de Educación, Atlas escolar 1810-1910, tomo III, 165-170.

[68] Ascolani, “Estanislao López”.

[69] Bustamante Vismara, Las escuelas, 194.

[70] Archivo Histórico de Entre Ríos, División Gobierno, serie 6, carpeta 6, legajo 1849-1850, Leyes y Decretos, f.147.

[71] Archivo Histórico de Entre Ríos, División Gobierno, serie 6, carpeta 6, legajo 1849-1850, Leyes y Decretos, f.147.

[72] Archivo Histórico de Entre Ríos, División Gobierno, serie 6, carpeta 6, legajo 1849-1850, Leyes y Decretos, f.147.

[73] Nota vecinal de la Comisión al jefe del Departamento de Escuelas de Buenos Aires, 24 de noviembre de 1862.

[74] Citado por Bustamante Vismara, Las escuelas, 198.

[75] Nota Vecinal al presidente de la Comisión de Instrucción Pública de Buenos Aires, 7 de julio de 1857.

[76] Contamos con alguna información sistematizada sobre los montos de los salarios de preceptores en Santa Fe y Buenos Aires. Para el caso de Santa Fe, Ascolani (“Estanislao López”) toma el quinquenio 1830-1835 y pone como referencia el salario de los catedráticos. Un juez de primera instancia ganaba lo mismo que un catedrático, pero las maestras y maestros de escuela cobraban las dos terceras partes ($200 al año) que los catedráticos ($300 al año). Bustamante Vismara (Las escuelas, 211) hace para la ciudad y la campaña bonaerense una comparación de salarios entre 1820 y 1860. Tomando solo 3 años a modo de ejemplo, podríamos mostrar que:

 

-   En 1826, un maestro de campaña cobraba $500 anuales y el inspector general de escuelas, $1.200 anuales.

-   En 1836, un maestro de campaña cobraba $1.200 anuales, el cura de campaña, $792 y el inspector general de escuelas, $1.992 anuales.

-   En 1852, un maestro de campaña cobraba entre $6.000 y $9.600 anuales, el cura de campaña, $1.992 y el inspector general de escuelas, $18.000 anuales.

[77] Bustamante Vismara, Las escuelas.

[78] Newland, El desarrollo".

[79] Renuncia incluida en la reedición aumentada de la Guía del Preceptor de 1862.

[80] Domingo F. Sarmiento, Viajes (Buenos Aires: Hachette, 1958), 75.